Impresiones arbitrarias (a propósito de “La máquina de hacer poesía”)

Por Mateo Díaz

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¿Puede una máquina hacer poesía? ¿Puede designarse el proceso de producción poética como maquinal? O, invirtiendo la pregunta, ¿desde cuándo la poesía prescinde de máquinas para poder existir? Todas estas interrogantes atraviesan implícitamente la trama de La máquina de hacer poesía: Imprenta, producción y re-producción de poesía en el Perú del siglo XX (2019) de Luis Alberto Castillo. A través de sus cinco capítulos, el libro ilumina momentos significativos de la tradición peruana en que los devenires del poema y la imprenta se entrecruzan. Sin dejar de proporcionar un insumo valioso para cualquier aproximación hermenéutica a nuestra poesía moderna, el texto delinea los primeros trazos de una historia material de la poesía peruana. Pero sobre todo, como cualquier proyecto que se aventura por caminos poco recorridos, lo que se pone en marcha aquí es fundamentalmente un ejercicio de imaginación.

 

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Por un lado, hay máquinas que producen textos, de las que Castillo se ocupa; por el otro, textos que imaginan máquinas. De estos últimos pienso, por ejemplo, en la máquina de trovar de Jorge Meneses (personaje de Juan de Mairena, heterónimo de Antonio Machado). Descrita como un “pasatiempo” y “simple juguete” —es imposible no pensar en la imprenta de juguete con que se imprime Minúsculas a la que Castillo se refiere al inicio del libro—, esta máquina sería capaz de “registrar de una manera objetiva el estado emotivo, sentimental, de un grupo humano, más o menos nutrido, como un termómetro registra la temperatura o un barómetro la presión atmosférica”. El automatismo fascinaba a muchos autores de comienzo de siglo, quienes se habían deshecho de la visión romántica que concebía máquina y arte como elementos contradictorios. En su relato “La metamúsica”, Leopoldo Lugones imaginaba una máquina sinestésica capaz de convertir los sonidos en colores. El aparato imaginario se componía de un teclado que proyectaba figuras en una pantalla.

 

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Me gusta suponer que el título del libro de Castillo se deriva del nombre de la banda argentina La máquina de hacer pájaros, con el que comparte cuatro palabras y tres letras. Esta máquina rockera y progresiva le presta su sintaxis (la preposición “de”) y su semántica (el verbo “hacer”). El vínculo entre los pájaros y la poesía es fonético, mítico y no necesita ser explicado en este lugar.

 

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Este es el poema inicial de Mutatis Mutandis de Jorge Eduardo Eielson:

 

existirá una máquina purísima

copia perfecta de sí misma

y tendrá mil ojos verdes

y mil labios escarlata

no servirá para nada

pero tendrá tu nombre

oh eternidad

 

Si la máquina de Eielson no sirve para nada, ¿para qué sirve una imprenta que produce poemas? (El poema no es solo una cosa inútil, sino la cosa inútil por excelencia). Si la máquina del poema es “copia perfecta de sí misma”, con mil ojos verdes o labios escarlatas, ¿qué otra cosa reproduce la offset horazeriana sino el milagro del poema tantas veces multiplicado? En ese sentido, el texto de Eielson realiza el momento en que la palabra imagina su propia generación física y material. Desde el idioma de la crítica, más de medio siglo después, La maquina de hacer poesía se traza el mismo itinerario.

 

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En su reciente ensayo en verso titulado Notas para un seminario sobre Foucault (2018), Mario Montalbetti hace una distinción entre el decir y el hacer del poema. El poeta nos dice: lo importante no es lo que el poema “dice”, sino lo que “hace”. Para Montalbetti el poema sería otro tipo de máquina: una máquina que le hace cosas al lenguaje. En el libro de Castillo, esta dicotomía se reestructura. El poema no es algo que se escriba, se diga, se lea, se recite, se declame o se cante, sino fundamentalmente algo que se hace.

 

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Esta precisión es importante porque La máquina de hacer poesía se circunscribe al siglo XX, periodo en que el poema es primordialmente un objeto, en la tradición de Un golpe de dados de Mallarmé o La prosa del transiberiano de Cendrars. Las máquinas que aparecen en este libro o las personas que las manipulan (Alfredo González Prada, Adriana de Verneuil, Javier Sologuren, los presos del panóptico, los trabajadores de la Imprenta Editorial Minerva) fabrican cosas nuevas con las que pueblan el mundo. En ese sentido, el capítulo final, dedicado al grupo Hora Zero, muestra la transición de esa concepción objetual, tridimensional, del libro y el poema a otra marcada por el componente visual: de la metáfora del tallado en papel se pasa, con la offset y la fotocopiadora, a la transferencia de una imagen. Prácticas posteriores como la lectura de libros de poesía en internet refuerzan esa identificación de la poesía con lo bidimensional.

 

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¿Qué le hace el ensayo de Castillo al modo en que solemos leer la tradición poética peruana del siglo XX? No es este un libro de crítica literaria en su sentido más restringido, pues su objeto de estudio no son los poemas de nuestros autores canónicos. Es por el contrario un análisis de las condiciones materiales y tecnológicas que permitieron el surgimiento de dicha tradición. El autor transcurre indistintamente por el poema, la máquina y la sociedad, proporcionándonos otra manera de acercarnos a la poesía peruana del siglo XX.

 

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Es cuanto menos curioso que el itinerario de Castillo —el estudio del aspecto material de los textos y el esclarecimiento de sus condiciones de producción— lo acerque a prácticas usuales de la investigación literaria de periodos antiguos. Por la precariedad de su objeto de estudio, el medievalista o el especialista en el siglo de oro debe sumergirse en los archivos para establecer una relación directa con el texto desde su condición material. El lector moderno o contemporáneo da por sentado este nivel, lo abstrae o simplifica para pasar directamente al “contenido”. Rehusar este dualismo es, sin embargo, una empresa fructífera que abre rutas inexploradas. Así, por ejemplo, al referirse a la producción material de poemarios fundamentales de nuestra tradición La máquina de hacer poesía nos dirige, casi sin proponérselo, a una de las labores pendientes más necesarias de la investigación literaria peruana: la historia de las editoriales.

 

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Pero quizás el mayor mérito del libro sea recoger dos ideas que estructuran nuestra cultura, que diseñan nuestro imaginario y nuestras metáforas, y tomarlas en su sentido literal para así confrontarlas con la realidad. La primera es una hipótesis romántica, que luego se la apropiaron los surrealistas: los niños, los locos, los delincuentes son los verdaderos poetas de una sociedad. En sus dos primeros capítulos, Castillo demuestra que efectivamente fueron un niño y los presos del panóptico quienes fabricaron los objetos, los poemas, que fundan nuestra tradición. La segunda es una hipótesis marxista: el poeta es un obrero, un trabajador de la palabra; noción que el libro desarrolla al pie de la letra al postular que la historia de la poesía peruana del siglo XX, contada como un proceso revolucionario, es la de cómo los poetas se apropiaron de los medios de producción de la palabra impresa. Estas ideas, creativas y sugerentes, repercuten necesariamente en la comprensión de nuestra poesía e iluminan aspectos del quehacer poético que la crítica y la Academia suelen abandonar.