MALINCUORE

Por Maurizio Medo

che Pavese diceva; allora dissi (a me stesso)…
e dicevano: come ti giustifichi?
Dicevano: ma ti giustifichi, tu?

Edoardo Sanguinetti

  1. Desde mi hacer en la escritura –quiero insistir en el uso del verbo “hacer” antes de resignarme aceptando la existencia de una posible “condición”, aquella subtitulada como: ser poeta, como si se tratara de algo muy semejante a un título nobiliario.

 

  1. Si se trata de poesía, un término que aún me sonroja, pues, en sí, aparece como opuesto al de trabajo, me veo a mí mismo como uno de esos anónimos obreros afanados en construir la torre de Babel.[1]

 

  1. A diferencia de ellos, yo sé que esa torre, tarde o temprano, se derrumbará.

 

  1. Es a través del mito de Babel que intento explicarme el hecho de que un grupo de individuos se dedique a escribir hoy en día a pesar del calentamiento global, de la falta de agua; de los sismos y de los desastres naturales; de las crisis financieras; de los atentados del Daesh arrasando todo el continente europeo; del aumento de las especies en peligro de extinción y de la reducción de la biodiversidad; del debilitamiento de las democracias y del auge progresivo de los nacionalismos… y a pesar, también, de la ausencia de un “público lector”. Sin embargo, cuando trato de plantearme una explicación lógica para así poder argumentar por qué se escriben, por qué escribimos poemas, inmediatamente me asalta la duda, ¿en vez de ello no sería mucho mejor contentarnos y utilizar el idioma para fines más prácticos como poner al día todos los libros contables?

 

  1. En mi caso la historia se gestó por una suerte de voluntad ajena: mi familia fue un poema. Crecí en una casa adonde se hablaba español, se gritaba en italiano y se insultaba en croata. Y dado que en casa todos, de uno u otro modo, éramos migrantes, dejé la infancia sin saber bien de dónde provenía ni adónde había llegado.

 

  1. Desde muy pequeño experimenté la extraña sensación, a veces terrible, de ser el “proveniente” no de otro país, como era el caso de mis progenitores, sino de una suerte de limbo o de mundo paralelo. No hubo nada ni nadie que me ayudara a disipar las dudas. Muy por el contrario, quien lo intentaba conseguía que todo resultara aún más complejo.

 

  1. En ese entonces a mí no me interesaba conocer el sentido de las cosas que encontraba a mi alrededor, todas para mí muy extrañas, sino poder comprender el idioma con el cual querían hablarme. Ocurría que, en casa, por ejemplo, un día, flor resultaba igual que decir fiore o cvijet (dependiendo del estado de ánimo y de quién lo dijera) pero, paradójicamente, solamente en nuestros parques yo podía encontrar esos brotes bermejos de esterlicias, cuyo color paradisiaco alumbró buena parte de mi infancia.

 

  1. Entonces un día, como lo hubiera hecho el viejo Parra, decidí que todas las flores debían llamarse, simplemente, esterlicias. El sonido de algunas palabras me cautivaba de una manera inexplicable. Siguiendo con esta fórmula, quizá un pueril empeño por rebautizar el mundo, todos los pájaros pasaron a llamarse alipálidos, las nubes, núboles, y los distintos sonidos, que arbitrariamente decidí como los propios para reconocer las cosas, con el tiempo se fueron transformando en inesperados generadores de sentidos para así enfrentar la realidad –y empezar a descubrir que hablamos en un lenguaje que no existe–. Sin quererlo me convertí en traductor y, siendo muy joven, empecé a intuir, aunque de un modo incipiente, a la poesía como el arte de la traducción de lo invisible –pero esto recién lo comprobaría muchos años después–.

 

  1. En casa, mi nonno, Onorio Ferrero[2], representaba para mí a la sabiduría. En su estudio uno podía encontrar textos incunables, escritos en sánscrito, esperanto y chino mandarín. El viejo dominaba once idiomas, lenguas muertas incluidas, y en aquel recinto –casi un templo para mí– sobre un atril de caoba, como uno de aquellos que encontramos en el altar de ciertas iglesias, descansaba un libro voluminoso, el cual parecía custodiar celosamente el lugar. Su canto era de color granate oscuro y revelaba su título grabado en letras relucientes de pan de oro. La edición del mismo era de 1832.

 

  1. Recuerdo que, incluso antes de aprendido a leer, me aproximaba a ese rincón con sumo cuidado. Lo que me subyugaba, aparte de la ubicación privilegiada que se le había elegido, eran los dibujos que escondía, los mismos que mostraban escenas terribles, pero, al mismo tiempo, tan perfectas, que uno no podía hacer más que admirarlas intuyendo que, tal vez, en cada una de ellas, había mediado la mano inefable de lo sagrado. ¡Qué duda! En aquel libro –pensaba, iluso– se encontraban las Sagradas Escrituras.

 

  1. Unos años después de esta revelación, en el colegio –tuve la buena o mala suerte de estudiar con los jesuitas– se nos mencionó la palabra “biblia”, como el libro que cual, pretendidamente, se revelaba mi hallazgo. Comenzaron los problemas. Yo creía que ese libro, en cuyo lomo se había inscrito otro título, era denominado popularmente así, la “biblia”. Estaba tan convencido que el día en que mi Padre Espiritual me preguntó si había leído, al menos una vez, algo de las Sagradas Escrituras, y era capaz de recordar una parábola, o cuando menos el pasaje de una, sin dudar, declamé orgulloso: Del camino a mitad de nuestra vida / encontréme por una selva oscura, / que de derecha senda era perdida. No tuve tiempo de referirme a la parábola –en ese entonces no sabía aún qué era una parábola– de Francesca Di Rimini, ni tampoco para hablar de la belleza de Beatrice Portinari. Y casi el suficiente para ocasionar una muerte por asfixia, pues el Padre Vicente, un afable octogenario, casi ahoga a causa de tantas carcajadas.

 

  1. Hoy puedo afirmar que La Divina Comedia fue para mí un libro sagrado, aunque no aquel sindicado por el catolicismo.

 

  1. Quizá por el ánimo de reivindicarlo decidí escribir uno que, siglos después, pudiera ser así considerado. Empecé a trabajar en su edición. Diariamente, y esto al menos durante unos 5 o 6 años ininterrumpidos. Garabateaba viñetas, escribía pequeños textos, algunos de ellos alusivos a esas ilustraciones, en otros, mamotretos carentes de cualquier sustento, en los cuales el italiano y el español, aparecían fundidos en una sola amalgama. Reunía “mis lenguajes” en un solo bestiario.

 

  1. Cuando quise detener esta práctica ya fue tarde. En las imprentas de Jaime Campodónico se había horneado mi primer libro, uno que no refleja mi verdadera intención, y que, como todo libro de juventud, provoca en mí ese insoportable pudor, salvo que uno sea francés y se apellide Rimbaud.

 

  1. Fue en 1988. Cinco años antes, la caída de los precios de los metales inició una preocupante crisis económica, reflejada en las dificultades para el pago de la deuda externa y un fuerte aumento de la inflación y la devaluación del sol. Arreciaban los fuegos de la guerra interna, que cesarían “oficialmente” en 1992 con la captura de Abimael Guzmán, luego de que los enfrentamientos entre las fuerzas sediciosas y las oficiales, dejaran un saldo de 70,000 víctimas, entre muertos y desaparecidos. Por ello, suelo decir, que los poetas de mi generación empezamos a escribir entre cadáveres.

 

  1. Mientras campesinos inocentes morían en los poblados rurales de Chuschi o Huanta, en casa se hacían y deshacían planes de emergencia. La posibilidad de migrar siempre estuvo latente, era lo natural. Podía ser a Italia, aunque Yugoslavia también nos ofrecía la vieja casa familiar. Justo cuando mi padre terminó de decidirse a emprender el viaje de retorno –volveríamos a la casa de los Medo en Dubrovnik–, se inició el conflicto armado entre croatas y bosnios. No hubo más Yugoslavia. Mi padre quedó sin país. Mientras que la idea de Italia se vino abajo pues mi nonna llegó a la conclusión de que aquella, la de sus recuerdos, no tenía mucho en común con aquella del imperio de la Fiat. No hubo más dónde partir y, en un plano más íntimo, adónde pertenecer.

 

  1. Conforme transcurrió el tiempo, y siendo consciente de que la identidad es una construcción, una muy similar a la escritura, se me hacía cada vez más difícil asumirme como “americano”, sería una impostación. Fui educado a la “europea”, incluso en lo lingüístico.

 

  1. Tal vez por ello hoy, y contra lo que pude haber escrito y creído durante décadas, hablo como un viejo genovés que pudo haber nacido en cualquier punto del orbe. Me siento mucho más cerca de Italia que del Perú. Tal vez la muerte de mi madre haya influido en ello.

 

  1. Si el Perú se desangraba herido por causa de la guerra interna, Yugoslavia pasó a convertirse en una recién difunta. “Hay que encaminarse”, solía repetir mi padre, pero el Perú no es un país fácil, y menos para un inmigrante. Los hijos de inmigrantes crecemos a la par que la melancolía por lugares que, pese a quererlos, sabemos que nunca nos pertenecerán.

 

  1. De pronto me descubrí como un outsider quien no dejaba de preguntarse cómo construir un espacio en dónde mantener “vivos” los países que la historia me obligó a tener que cargar a cuestas. Había crecido con ellos sobre el hombro sin saber bien qué hacer para mantener intactas sus culturas. Era muy difícil pues había heredado la mayoría de sus tradiciones tan solo de a oídas. Y al mismo tiempo el deseo de conservar el impacto que tuvieron en mí parecían constituirse en un estorbo al querer cumplir mi sueño de pertenecer al país adonde llegué.

 

  1. Cuando me encontraba al borde de la desolación, pues de nada sirvieron los psicólogos a los que me llevaban cual inocente cobayo con el fin de experimentar “métodos alternativos”, apareció con la luz de la revelación –una muy semejante a la que, años atrás, pude experimentar frente al libro de il Dante– pero también con las inevitables mezquindades de lo cotidiano, la poesía. Me convencí de que, valiéndome de ella, yo podría ser capaz de construir ese utópico espacio donde mantener vivas las culturas que había heredado y, al mismo tiempo, empezar a pertenecer al país. Eso no era suficiente. Poco a poco, empecé a comprender que escribir poesía iba más allá de eso, que se trataba de un oficio el cual, constantemente, me exigía situarme al límite del lenguaje, casi a la salida de lo dictado por una lengua y, muy probablemente, tener que resignarme a convivir con la nada, perdido en el “territorio de lo indecible”, pues, lo creo todavía, no existe, no puede existir, otro espacio propicio para “ser poeta”, tal como lo insinué al iniciar esta charla.

 

  1. Cuando llegó el momento de descubrir lo que escribían los otros –a través de diversas antologías de bolsillo que versaban sobre lo conocido con un lenguaje más conocido aún– me sentí muy a disgusto ante lo que parecía significar ser poeta. No me gustaban, no me gustan, los Yo buscaba, intentaba algo diferente, tanto que, inclusive me sentí más cercano a las letras que, en esos años –quizá los más fecundos para el rock en español– se podían oír gracias a la frecuencia modulada: tu imaginación me programa en vivo, / llego volando y me arrojo sobre ti, / salto en la música, entro en tu cuerpo… cometa halley, copula y ensueño. Por ello no es de extrañar que fuese a través del rock, y su movida subterránea, que conocí a uno de los poetas peruanos que más respeto y quiero: Róger Santiváñez –en aquellos años, manager del grupo subterráneo Leuzemia, mientras que yo, algunos años menor que Róger, componía letras con mi amiga Patricia Roncal, María T-ta–. Pero no debemos confundirnos: hay que aprender a leer los textos no solamente como parte de un todo, es decir como parte de una tradición.

 

  1. El riesgo de leer poemas exclusivamente “desde la tradición” –y no por lo que exigen en sí mismos– es el de confundir tradición con sistema, un sistema que legitima solo ciertos patrones de funcionamiento, aquellos que entroniza el reseñismo por resultarles convenientes.

 

  1. El problema de leer desde la tradición resulta muy similar al del especialista que actúa como un sommelier, el cual recomienda determinado tipo de vino para determinada ocasión y no por el aroma de su bouquet, sino por las semejanzas que este pueda tener con una cosecha de antaño, siempre que sea de su agrado, algo totalmente subjetivo. Pero, hoy lo sabemos bien, para construir un camino uno debe valerse de los materiales que encuentra, son la materia prima.

 

  1. El parricidio es una forma sofisticada de analfabetismo, lo cual me parece tan grave como la pérdida de un discurso capaz de sostener la creación. Hoy, es una impresión, se privilegia el libro sobre la significación real de ese discurso, olvidando que este es lo que nos permitirá sostener la escritura a través del tiempo.

 

  1. Creo que hoy el conjunto de relaciones que un autor es capaz de establecer con la tradición se constituye en un ejercicio creativo que, digamos hasta hace una década, no hubiera sabido interpretarse en su real magnitud. A mí me gusta mucho esa idea de Alan Pauls que plantea “desde Borges” para referirse a los autores “que llevan la vampirización hasta sus últimas consecuencias, hasta que, embriagados de sangre ajena, traicionan la condición de su especie y producen algo nuevo”.

 

  1. Las relaciones que hoy los autores plantean con LA Tradición –a la que no restrinjo a un ámbito nacionalista– hasta exigen un sistema clasificatorio por las variables manifiestas en esta práctica innovadora (un sistema que considere desde la “parodic reduction” hasta el tuneo)

 

  1. Los textos del presente son los que redefinen la tradición.

 

  1. Yo no sé si pueda ser capaz de esbozar un mapeo cronológico de lecturas. Tampoco que ellas puedan “explicar” (didácticamente) ciertas conductas –las mismas que deberían de suponerse como “características particulares” – de mi escritura. Si me viera obligado a ello descartaría de plano las probables influencias originadas desde la novela, soy un pésimo lector.

 

  1. Durante la última década mi interés se centró en los ensayos, en la poesía y –últimamente– en los textos que aparecen del encuentro de, digamos, géneros “antagónicos” y cuya virtud fundamental es haber borrado las fronteras que la (pobre) imaginación crítica trazó entre ambos. No me estoy refiriendo a ese concepto esperpéntico de “literatura experimental”, ojo, sí de “ensayos”, comprendidos como pruebas.

 

  1. Hablaba de la dificultad de establecer un mapeo cronológico. Sin embargo, podría decirles que empecé a amar la poesía merced a Martín Adán (más que Vallejo), que Westphalen fue capital y que admiro mucho a Varela y a Eielson. Pero, ¿por qué debo contentarme con citar determinados autores, amén de su calidad, sólo por su condición de coterráneos?, ¿las tradiciones son exclusivas?, ¿endogámicas? No debería hablarse de tradiciones. Sí de LA Tradición. Y en ese sentido, si debo de hablar de esa hoja de ruta, que no existe, no podría omitir a esa especie de Santísima Trinidad de la poesía chilena de los 70-80: Martínez-Zurita-Maquieira u obviar autores para mí tan queridos como Eduardo Milán, Tamara Kamenszain, Eduardo Espina, Ángel Cerviño o Francisco Layna.

 

  1. Aún me resulta complicado referirme a mi búsqueda sin titubear. Tengo la impresión de estar escribiendo desde un concepto muy cercano al de las interferencias que rompen la linealidad lógica (que tanto fascina al lector), sentimental o biográfica. Al menos esa fue la intención en el libro que titulé justamente así: Las interferencias, un documento nómade escrito en tiempo real en diversas ciudades.

 

  1. Yo no creo que la poesía deba establecer una “comunicación emocional” esta suele ocurrir espontáneamente, la mayor de las veces determinada por algunos sucesos, tal como ocurrió con Las interferencias, el cual, de forma inesperada, se transformó en un homenaje a mi madre quien falleció justo cuando lo escribía.

  1. Creo que de una forma autónoma e inconsciente mi escritura se aproxima cada vez más a lo que denominan “cultura de masas”. Hay un pensamiento de Weaver en el cual compara la cultura con un iceberg: lo que denominamos “alta cultura” sería la punta del iceberg, y la parte más voluminosa, debajo del mar, estaría regida por los valores y por los patrones de pensamiento. Un iceberg precisa tanto del volumen que lo sostiene como de la punta que lo distingue justamente para ser un iceberg.

 

  1. Lo mismo podría decir de aquello que compongo, y que siempre está en construcción. Intento un desplazamiento de lo alto a lo submarino (de ese iceberg) pero no como una metodología establecida. Es absolutamente natural. Solo ensayo. Mi biografía es una suma de paradojas y creo es algo esencial en mi escritura –finalmente esta es solo su sombra–.

 

  1. Yo desconfío de la idea de “préstamos”, diría “citaciones” (de canciones, subtítulos, soundtracks de películas) y si aparecen no es como un “tributo”, es porque estaban allí en el momento mismo de la creación.

 

  1. Me interesa evidenciar el proceso que acontece alrededor de la escritura pero que no se puede ver en esa escritura, y tal vez por ello se le idealiza y sobrevalora. Para mí es muy importante “abrir las puertas de mi taller” y compartir todo a lo que uno se enfrenta. Escribo contra la “inspiración”, una estúpida idea surgida del pecado de la autocomplacencia.

 

  1. ¿Qué buscaba yo cuando comencé a escribir? Exactamente lo que hoy: algo que no sea totalmente de la realidad –para eso bastan los diarios colgados como piernas de jamón en los cordeles de los quioscos amarillistas– pues, al menos para mí, lo poético era, y aún es, aquello que consigue producir en nosotros tal asombro que termina por imponerse sobre el orden lógico, incluso el que regula los sentidos. Un lampo que pude encontrar en los campos de labranda surcados por el verbo de Martín Adán –a quien conocí en un encuentro que fue para mí definitivo– en la música belliana o en los reinos de Jorge Eduardo Eielson, poetas clásicos, de otras galaxias. Seres de una especie que parece haberse extinguido.

 

  1. En ese entonces, expulsado de mi casa, sin terminar de comprender la naturaleza del país que me había tocado en suerte, e incapaz de sintonizar con la idea de una militancia generacional, me decidí por apostarlo todo en la edición de ese libro imposible, el que empecé a escribir en la pubertad, tal vez, para no abandonar del todo la infancia, un terreno seguro, pero sabiendo, también, que jamás lo concluiría. Así empecé a construir mi invisible Babel.

 

  1. Hace unas semanas un alumno me preguntó quiénes fueron mis maestros. Yo creo que un gran maestro es ante todo un gran artista y hay tan pocos como hay grandes artistas. Ya he mencionado a algunos. Pero no puedo dejar de lado, por ejemplo, a Eduardo Milán, quien, además de poeta es un excelente ensayista, crítico y comentador de poesía. Tampoco a Zurita.

 

  1. Para que se formen una idea de su forma de ser les contaré algo: una tarde de Halloween recibí un email, en donde debía aparecer el “asunto” del mismo aparecían una serie de signos de exclamación. Esto me inquietó y me apresuré a leer el email:

 

“Te cuento una policial querido Mauro. Anoche, en la más dura, nos asaltaron en casa a las 11 de la noche. Yo estaba solo con el niño más chico y a la Paulina la encañonaron cuando entraba el auto. Entraron así. Eran seis tipos con máscaras de Halloween y todos con pistolas. Nos amarraron y nos cubrieron con una frazada, pero no nos hicieron nada fuera de los empujones. Se pelaron el auto, tres computadoras, unas cuantas huevadas más: equipos de música, DVD, ‘joyas’, pero lo que no cacho es que se hayan llevado mi cagada de celu que era del año de la corneta. Como uno es muy loco yo recién había terminado un poema y como me iban a pelar el compu lo recitaba de memoria mientras nos asaltaban para que no se me olvidara. La gran suerte es que la hija mayor no estaba, se había quedado a dormir con una amiga, porque allí el cuento podría haber sido totalmente otro. Tiene 16 años y es muy bonita. Menos mal. El pendex chico me impresionó, no se le movió un pelo. Hoy día almorzamos fiado en un restaurante de cerca porque nos dejaron 0 absoluto.


Nada hermanito, te lo quería contar porque con todo, fue emocionante.”

 

  1. Casi todos los autores peruanos que me interesan responden al sambenito de lo insular –Reynaldo Jiménez, Magdalena Chocano, Roger Santiváñez son algunos–. Curiosamente, aparecemos reunidos en la antología de Eduardo Milán Pulir huesos. Entonces tendría que suponer que, como ellos, pertenezco a esa estirpe insular, aunque no sepa bien lo que ello signifique. Se me ha llamado “experimental”, “conceptual”, “neobarroco”.

 

  1. En México, en un estante de la librería Péndulo existe una sección destinada a los “libros raros”. Siento una extraña satisfacción de aparecer situado ahí. No porque se trate de un lugar especialmente privilegiado (para nada) sino por los autores con quienes comparto este insignificante anaquel: Charles Bernstein, Anne Carson, Reynaldo Jiménez, Néstor Perlongher….

 

  1. Pese a la gran amistad que me une al grupo de los poetas neobarrocos, yo creo más en obras que trasciendan el lastre de lo literario, que sean capaces de cruzar esa frontera. Lo intenté con Manicomio, reincidí al componer Dime novel y después con Las interferencias.

 

  1. Mi propuesta trasciende el concepto de libro, una publicación solo garantiza orden, limpieza, poner en evidencia. Es ecología. La escritura de una obra, insisto va más allá. En la mía intento fusionar caóticamente los géneros, que coexista lo que pude haber escrito en cada uno de esos libros, con lo que pude haber prosado en un ensayo –incluso por una determinada coyuntura– y con aquello que declaro en una entrevista, aunque, a veces peque de entusiasta o parezca muy ingenuo.

 

  1. Las interferencias es lo que se verá de mi último proyecto: Tren Europa, el cual concluye con una serie de textos escritos en xeneize. Sucede que este último año descubrí que existe una serie de circuitos que me dan la posibilidad de vivir a plenitud la experiencia poética. Creo que el poema es un objeto que ha sido sobrevalorado y, sino, normado, tanto así que, cuando aparece desobedeciendo alguno de sus estatutos, inmediatamente se le sanciona considerándosele como experimental. Muchas de las experiencias más luminosas de la escritura en los dos últimos siglos oscurecieron así. A propósito de ese enorme ensayo colectivo, País imaginario: la península posee esa naturaleza, y gracias a algunas luces a través de una conferencia de Felipe Cussen, pude leer Finding another word for ‘experimental’, de Lawrence Upton. Hay ahí un concepto: “restless poetry“, el cual se refiere al ejercicio de la escritura como una búsqueda continua.

 

  1. Las interferencias, conceptualmente podría –y tendría– que entenderse así, respecto a toda mi obra. Sin embargo, nos encontramos entrampados en una paradoja. Creo que, como señalaba el gran Ashbery, “todo el mundo quiere la mayor variedad posible de cosas disponibles” pero, al mismo tiempo, se niega ante la posibilidad de poder descubrirlas, espera que alguien las haga evidentes. Eso puede explicar por qué Lester Bowie, trompetista del Arts Ensemble de Chicago, aparece en el escenario con una bata blanca de laboratorio. Y cuando alguien le pregunta por qué, él responde que su interpretación es “experimental”, está poniendo a prueba una hipótesis.

 

  1. La crítica tradicional es una fábrica productora de adjetivos con el propósito de complicar la existencia tanto a los lectores como a los productores cuyos textos no se subordinan a ciertos preceptos concebidos desde factores extraliterarios.

 

  1. Si bien la poesía carece de un mercado siempre fue tratada como si este existiera. La crítica, que lamentablemente ha sido reducida al ejercicio del reseñismo vacuo, surge desde la dictadura del gusto por las escrituras que no representen dificultades para ser “comprendidas” o peor, “sentidas” como si se trataran de esos programas de baladas del recuerdo que se emiten en la frecuencia modulada de algunas estaciones de radio.

 

  1. Así como hoy el músico puede estar fuera del dial, gracias a Spotify, el escritor también puede estarlo. A veces me ilusiono pensando que Transtierros pudo ser Spotify. Existen espacios (virtuales) que hasta pagarían por contar con la presencia de autores consagrados y que en Transtierros no hubieran aparecido jamás. Y esto ocurre pues existen solo por lo que “representan” (mediáticamente), un fenómeno mercadotécnico, y no por lo que aportan o pudieron haber aportado a la escritura.

 

  1. Más que preocuparnos por las “plataformas” hay, habría que pensar en la metodología crítica. Yo no creo que ni Vicente Luis Mora, Tania Favela o Diego L. García al momento de escribir una crítica sobre un libro piensen deliberadamente en la plataforma para la cual están escribiendo. Solo escriben.

 

  1. En la “prensa comercial” el reseñista pasó de fungir de verdugo a sobrevivir como eunuco (pero usando el antiguo disfraz).

 

  1. Yo no escribiría nunca en ese circuito subordinándome a la condición de un mero cuentapalabras midiendo los espacios (tan exiguos) dedicados a este menester esmerándome, eso sí, cuando de por medio hay una reseña que me permita obtener ciertos réditos –el típico caso del reseñista que progresa hasta convertirse en best seller–. Pero tampoco creo que internet abra un diálogo con el mundo del crítico, ¿realmente importa?, ni que ponga en peligro la existencia del libro. A veces internet es el origen del mismo.

 

  1. Hasta ahora se ha leído Las interferencias, es solo una impresión, como un volumen que da cuenta de la experiencia de una pérdida, de la pérdida de la madre, de MI madre –en todo caso podría ser del sentido y no la experiencia en sí–. De haber sido la verdadera intención mejor hubiera optado por reescribir el Diario de duelo[3] de Roland Barthes –un libro que me recomendó mi buen amigo Emilio Lafferranderie y que me ayudó mucho–. Las interferencias –y me parece que esto ya lo declaré en algún momento– más que con el sentido de una experiencia específica, la de una pérdida, se relaciona con la idea del Contextualismo de Prigov. Es decir: cada texto funciona en relación con su contexto y cualquier lenguaje cliché –haya adquirido significado a través de ese contexto a través de la recontextualización puede ser convertido en poesía–. Es decir, valiéndose de “la palabra como tal” [“slóvo kak takovóe”] y persiguiendo, cómo no, ciertos niveles de literariedad antes de optar del copismo mimético del Uncreative Writing, por ejemplo…También con dos lecturas que, para mí, resultaron fundamentales: The End of Time del físico británico Julian Barbour, quien argumenta que el universo consiste “en una pila de momentos, como las cartas en una baraja, que puede barajarse y reorganizarse arbitrariamente para dar la ilusión de tiempo e historia”, y ese extraño volumen del pintor Luigi Russolo titulado El arte de los ruidos en el cual nos invita a distinguir –lo cito–: “los reflujos de agua, de aire o de gas en los tubos metálicos, el maullar de los motores que respiran y laten con una animalidad indiscutible, la palpitación de las válvulas, el vaivén de los pistones, el chillido de las sierras mecánicas, los saltos del tranvía sobre los rieles, el estallido de los látigos, el aleteo de los toldos y de las banderas; nos divertiremos al orquestar juntos en nuestra imaginación el estallido de las persianas de los negocios, las sacudidas de las puertas, el bullicio y peregrinaje de la multitud, los distintos rugidos de las estaciones, las herrerías, las hilanderías, las imprentas, las centrales eléctricas y los ferrocarriles subterráneos”. Todo ello me animó a poner a prueba –de ahí la insinuación de lo experimental– la conducta de la escritura en tiempo real – y puede ser que, desde otra órbita, esto ya lo haya experimentado Héctor Hernández Montecinos– de tal manera que cada página constituye una suerte de plataforma y cada lector –con nombre propio– deja su rol de mero receptor para constituirse, incluso, en un prosumidor, tal como nos lo exige este tiempo en donde, por angas o por mangas, queriéndolo o no, todos somos multitaskers.

 

  1. En Las interferencias la dictadura de lo digital se enfrenta a la insubordinación de lo biológico: el corazón.

 

  1. Creo que más que “poemas” cada texto de Las interferencias constituye en sí un acto de vehiculización. La escritura no debería, girar sólo alrededor del lenguaje, eso implicaría su domesticación como una legalidad institucionalizada con el propósito de “producir sentidos”.

 

  1. Recuerdo unas declaraciones de Dylan, creo que las hizo para David Gates: Yo no soy las canciones, decía. En tal sentido, yo no soy los poemas. Ellos son receptáculos que se quiebran entre esos poemas y su fricción con la realidad: eso es lo verdaderamente poético. Quizá esto pueda explicar por qué en Latinoamérica exista tanta riqueza lingüística. Lo poético no puede más que ser eso: lo poético. Y si tuviera alguna función, solo si la tuviera, esta sería la de salvarnos de la catástrofe y no para alcanzar la gloria, sí la sobrevivencia. De lo que se trata es de contar con los recursos necesarios para saber distinguir lo que es poético de lo que no. Lo antipoético es otra cosa. Lo no-poético es despertarse para trabajar (trabajar, si no resulta kafkiano, puede ser poético) o responder al celular. Lo poético es lo infinitamente vivo, desordenado y caótico. Es aquello que jamás podrá encontrarse como algo preconcebido dentro de un plan.

 

  1. Se trata de aprender a esperar lo inesperado, de lo contrario no lo podrás reconocer cuando llegue. Eso lo aprendí con mi Onorio. Es aquello utilizado para dar testimonio de aquello que no se puede dar testimonio. No en español, tal vez sí contra el español. En tal sentido, el poema traduce la historia, aunque, a veces, deba o quiera valerse de palabras que no existen. Un poema –decía Pessoa– es una impresión intelectualizada, o una idea transformada en emoción, comunicada a los otros, por medio de un ritmo. Este ritmo sitúa a la poesía fuera del idioma, es extranjera, como dije antes, pero ¿qué significa esto?

 

  1. El oficio del poeta es extranjero en la medida en que, desde fuera de lo dictado por la norma hasta que su lenguaje se vuelva capaz de traducir objetos reales a través de su precisión y que, al mismo tiempo son intraducibles, esta es la gran utopía de la escritura.

 

  1. Lo que vale para mí es eso. La escritura, así a secas. Es allí donde intento hablar desde mi pertenencia. Yo soy un ser anfibio. Y, hoy, consciente de mi condición, cada vez que me esfuerzo en volver a levantar la torre que sé, felizmente, se derrumbará, me encuentro ocupado en una acción que, para mí, implica volver a decir el mundo, tal y como lo aprendí, es decir, con ese lenguaje, torcido, inestable, desestructurado. Al expresarlo, hoy de un modo muy diferente, estoy reafirmándolo, y con él a la identidad y la memoria. Es la sombra de un hecho: la vida misma.

 

  1. Aún conservo la edición de La Divina Comedia. Pero esto ya no tiene mucha importancia. Luego de muchos años, puedo decir que pertenezco, lo sé cada vez que escucho a Ludy, o simplemente la contemplo, casi distraídamente sin que ella se dé cuenta, o también, por qué no, cuando discutimos, y luego, hablando a solas conmigo, me repito en silencio: hoy tengo un hogar.

 

 

[1] En el año 1913, el arqueólogo Robert Koldewey encontró los vestigios de una estructura en la ciudad de Babilonia que él identificó como la torre de Babel. Lo curioso es que esta torre –de allí que la vincule con el acto de la escritura– fue destruida y reconstruida en numerosas ocasiones. La destruyeron los asirios y los arameos. Y fue reconstruida por los príncipes caldeos. En suma, las utopías –y aquella Torre lo fue– son, finalmente, sólo un tránsito.

[2] Onorio Ferrero de Gubernatis Ventimiglia Bezzi (Turín, 1908 – Lima, 1989) –poeta, erudito, profesor, traductor y estudioso de las religiones–. Especialmente reconocido como traductor del Tao Te Ching, de Lao Tzu.

[3] Va el link pues creo podrá ser una experiencia importante para muchos: https://www.academia.edu/19640585/Roland_Barthes_Diario_de_duelo