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¿Qué tipo de acciones horrorosas expulsaría el poeta de exigirle, lo mismo que a todo hombre común, ese mínimo signo de consecuencia e integridad anímica, entre lo que decimos y lo que hacemos? ¿En qué consistiría la fisonomía de ese acto límite en el que la palabra del poeta renuncia a aquella peligrosa concesión que la hace decible y reclama, por fin, existencia propia? Cuando adviene la crisis y la palabra entra en litigio con la boca, el lenguaje no tiene más que hablar por derecho propio: la palabra de la palabra, quizá no ya la del hombre. Entonces se le exige al poeta la misma literalidad en nombre de la cual la mano desconfía de su sombra: ¡si calculas y diagramas el movimiento de tus músculos a la medida exacta de tus versos, brotará de tu lengua una acción tan monstruosa que ha de rebasar la discreta cordura del ojo!

En toda palabra palpita el estrés de una acción omitida. Cuando es bella, trasluce el presentimiento atragantado de una acción irrealizable. Siempre será el hecho el que respire a la nuca del poema. Es en la voluntad de hacer y no de decir lo que, lamentable o felizmente, es solo susceptible de ser dicho, donde se construye la tragedia fundante del que escribe palabras. ¿Cómo se hace, pues, una palabra sin decirla? Quizá llegado el tiempo en que ya ni el lenguaje es capaz de dar la cara por el hombre, todo riesgo gramatical incapaz de ser al mismo tiempo un riesgo real, representa hoy una apuesta insuficiente. De pronto hoy que la realidad -siempre afuera- exhibe una distancia tan invulnerable y ajena respecto de los nombres que la orbitan, la poesía deba negar toda adivinanza, salir al encuentro y significar a golpe de mazazos, enrostrando la corteza de sus letras, la brutal espesura de sus blancos, y prohibirse hablar allí donde no ocupe con su cuerpo el lugar que antes solo confiaba a su palabra.

SV