Aceleración y colapso: sobre «Buen viaje, Ikarus 10» de Pablo Salazar-Calderón

Por Luis Alberto Castillo

Si hay dos pilares sobre los que se construye el siglo XX –y el carácter propiamente moderno– estos han sido la movilidad y la velocidad. Ya Vallejo mencionaba en varias de sus crónicas cómo es que «la velocidad es la seña del hombre moderno y nadie puede llamarse moderno sino mostrándose rápido». Incluso el poeta llegará a citar distintos pasajes etno-sociológicos según los cuales no es posible negar el pensamiento a un hombre rápido y que los yanquis, por ejemplo, han constatado ya que a mayor movimiento físico el individuo piensa más.

Pero justamente el siglo XX es también el de las mediaciones y el de las innovaciones tecnológicas entendidas sino como una segunda naturaleza, como prótesis que extienden la agencia del ser humano. En ese sentido, dado su impacto a nivel global y las transformaciones que puso en marcha, podríamos decir que el automóvil fue uno de los símbolos más destacados de lo moderno. La relación entre tecnología y cambio social queda perfectamente retratada en el boom del automóvil en las primeras décadas del siglo XX, en la medida en que no solo trajo una transformación abrupta en los modos de experimentar el tiempo y el espacio (impacto psíquico), sino que el sistema de producción automotriz, y particularmente el fordismo, transformó de manera general los modos de producción capitalista. Es pues el automóvil la manifestación de una nueva fase del progreso técnico… con todo lo que esto implica ya que con la velocidad advino también la violencia del accidente.

Ahora bien, la literatura no fue ajena a estos principios modernos y, fuera de la clarividencia de Verne en París en el siglo XX –que imagina unos vehículos movidos por una fuerza invisible atravesando los bulevares parisinos– y del gran despliegue del tema automovilístico en las crónicas periodistas, podríamos pensar en tres impactos de la movilidad en la literatura de inicios del siglo pasado: 1) La velocidad de la escritura automática propia de los surrealistas y dadaístas que ven en este método un modo de revelación del inconsciente o de aproximarse al carácter primitivo del lenguaje (aunque hoy sabemos que para escribir ‘un poema rápido’ no necesariamente hay que ‘escribir rápido’, de ahí que Vallejo haya calificado a esta escritura como epiléptica y que ansiaba la velocidad por la velocidad misma). 2) La celebración de la máquina por el futurismo italiano y aquella nueva estética sintetizada en la sentencia: «un automóvil rugiente, que parece correr sobre la metralla, es más bello que la Victoria de Samotracia». 3) La literatura sportiva, mezcla de lirismo olímpico con viaje de aventura y vuelta al mundo en 24 horas. Vanguardista o no, hay en estas tres formas literarias una suerte de utopía cinética que el automóvil como símbolo del progreso pareciera realizar por completo.

Pero así como habíamos dicho que el automóvil da origen al accidente, este también supone la clausura de su propia utopía: la imagen del embotellamiento – y acá podemos pensar en un cuento como Autopista al sur de Cortázar– es la debacle material del horizonte de comunión entre aceleración y progreso. De ahí que no es casual que hacía las décadas del 70 y 80, ante la aglomeración de automóviles en las grandes ciudades, la imaginación automotriz haya empezado a mirar al cielo – cuando no, en su momento cumbre a nivel cinematográfico, a portales dimensionales y viajes en el tiempo–. Dentro de esta lógica, los autos voladores no serían más que la expresión del fracaso de un proyecto que buscaba salvarse a través de la ciencia ficción o de algo así como una metafísica de la tecnología.

Esto es particularmente importante en el contexto actual, en que por meses –a nivel global y a la manera de síntoma de nuestros modos de producción– las medidas contra la pandemia han entumecido el motor de los vehículos y la inmovilidad ha sido expresada como posibilidad de salvación y la movilidad como boleto directo al otro mundo. Pero fuera de este caso específico, si pensamos en la historia de la locomoción local, el par movilidad/inmovilidad ha sido expresión de las contradicciones propias de una ciudad que ha crecido sin un plan de tránsito e interconexión de la ciudadanía. La metáfora de las vías, calles y avenidas como el sistema circulatorio a través del cual se desplazan los vehículos-células de una ciudad, es útil para pensar la buena o mala salud de las urbes contemporáneas. De ahí que la crisis del transporte público y los grandes embotellamientos cotidianos sean esas pequeñas atrofias arteriales que tienen al corazón de la ciudad al borde constante de un colapso al que malamente hemos terminado por acostumbrarnos.

Es cierto que toda esta crisis tiene un momento de recrudecimiento exponencial cuando, hacia 1991, el expresidente Alberto Fujimori privatizó el servicio de transporte público, lo que nos condujo al advenimiento de las cousters, las combis asesinas y la falsa promesa en la que todos hemos caído de que al fondo hay sitio. Pero menciono todo esto no solo porque el título del poemario alude a los autobuses de la Hungría socialista marca Ikarus –nombre tan aéreo como trágico– que adornaron el paisaje urbano limeño de fines de los 70, sino porque creo que es en esa experiencia de la circulación y su clausura que se cifra la imaginería de Buen viaje, Ikarus 10.

Si bien no hay una presencia excesiva de buses y automóviles en la historia de la poesía peruana, estos aparecen entre su mera mención –circunscrita a su función social y a la noticia de un nuevo bus precipitado al abismo– y una sensibilidad automovilística en que el poema transita a la manera de un bólido a campo abierto o que avanza hasta quedarse sin combustible. Imposible no recordar los viajes interprovinciales en los poemas horazerianos o a aquella gente «sufriendo por los claxons» o «gritando por más fuego desde las ventanas de los buses» en los poemas de Enrique Verástegui. Tampoco podríamos dejar de lado aquellos versos del Angelus novus en que el poeta señala «este poema / como un autobús color a petróleo, franja naranja, / avanzando esta mañana cuando Leal aún está despejado». Podríamos pensar también en ese poema tan noventero de Giovanna Pollarolo, ‘Parábola del atleta’, en que un joven deportista es atropellado por un ómnibus en plena noche de juerga en una playa del sur y termina con una pierna amputada. O, ya entrados los 2000s, en ese poema de Mario Montalbetti –que es también una poética– sobre un automóvil que entra al óvalo Gutiérrez para no salir más y gira indefinidamente hasta alcanzar su punto natural de reposo. O quizá algo mucho más reciente, aquellos versos de Valeria Román sobre «las cosas que nunca regresan / como los buses que pasan de largo». Rara vez los buses aparecen como soporte de inscripción de la cultura popular, como ocurre en uno de los poemas de Una procesión entera va por dentro de Rodrigo Quijano en que aquel clamor devoto que solicita la guía del Sr. de Muruhuay se imprime en la parte posterior de una carrocería.

Pero el caso de Pablo Salazar-Calderón tiene otras particularidades. En primer lugar tenemos una personificación de buses y automóviles no tanto en la línea de aquel clásico poema de Cummings en que los cuerpos de los amantes toman la forma física de un automóvil –y no olvidemos también que el vínculo entre velocidad y erotismo son constitutivos al boom del automóvil–, sino a la manera de vehículos dotados de conciencia y que son expresión de la ruina social de la vida de los objetos. Así como los cuerpos sufren los estragos de la realidad, el poeta coloca la debacle de una ciudad asediada por apagones, choques y desapariciones en las carrocerías de automóviles que se retiran por voluntad propia a morir en descampados o en bosques de chatarra.

Ahora, si dirigimos la mirada directamente a la imaginería de Buen viaje, Ikarus 10, me parece que esta se mueve en dos niveles. El primero es el de una suerte de mini universo a escala, una realidad creada contenida dentro de la realidad compartida. Es este el espacio de la gran juguetería en que el niño coge al vuelo palabras y sucesos de la vida adulta para construir sus fantasías. El poema configura acá la épica de ese escenario lúdico, es la voz que guía el rumbo de los acontecimientos, el lugar en que una mano toma un auto y la otra se hace de un avión para hacerlos colisionar en el aire.

Pero hay otro nivel más complejo que es el de una realidad fisurada reconstruida a través de la memoria. Aquí nos enfrentamos al accidente, a la tardanza de fiscales, peritos y periodistas que llegan cuando la sangre ya ha desaparecido. Y es acá donde nos topamos con la clave del poemario: cuando la movilidad terrena queda entumecida no queda otra alternativa que mirar hacia el cielo. De esta forma, vemos cómo los Ikarus, los Enatrus y los volvos Marco Polo se elevan como unidades de empresas fantasmas que inician viajes interestelares debido a lo que en el poemario se menciona como «una velocidad democrática». No es este pues un triunfo de la imaginación en el marco de la ciencia ficción, sino el fracaso de la movilidad del transporte urbano que solo será capaz de continuar sus trayectos lejos del entumecimiento del asfalto. De ahí que el poeta dé lugar para pensar en la posibilidad de una ciudad futura a través de aquellos «choferes del mañana» y «de los buses y las avenidas que vendrán», mientras que, por otro lado, los vehículos del pasado se mantienen ahí, inmóviles con el pasar de los años y los gobiernos de facto, como metáfora de una ciudad colapsada en un gran embotellamiento. En este sentido, no creo que en Buen viaje, Ikarus 10 estemos ante un poemario de contenido político encriptado, sino más bien que nos recuerda las potencias de la imaginación para construir nuevos escenarios de vida compartida. Sobre todo en estos tiempos en los que resulta imperioso reimaginar la ciudad, la economía, la constitución y evidentemente también la República.

En esa línea de reingeniería habría que pensar las particularidades de esta segunda edición a cargo de Aletheya. El libro se presenta como un acordeón desplegable que recuerda menos a los 5 metros de poemas de Oquendo de Amat, que a las Prosas del Transiberiano de Blaise Cendrars. Mientras que el poeta franco-suizo se vale de los pliegues para replicar los vagones del gran tren que conecta la Rusia europea con el océano pacífico, en Buen viaje, Ikarus 10 el acordeón refiere a la estructura articulada por un sistema de fuelles que unía los dos compartimentos de pasajeros en los ómnibus de origen húngaro. Por lo demás, todo el anverso del libro desplegado presenta un recorrido gráfico del poemario que si bien por momentos se excede en la codificación, pone a trasluz el recorrido de los poemas con las potencias de la ilustración, el archivo de rutas del transporte público de la década del 70 y un conjunto de objetos que son depositarios de la memoria del propio poeta.

Finalmente, en cuanto al método de composición del libro, habría que señalar que los poemas parecen construirse a partir de una acumulación ensamblada de objetos del pasado. A la manera de la magdalena de Proust, es un boleto de bus –que aparece en la edición como un facsímil desglosable– el que toma la forma de un portal dimensional en el que el poema opera como una máquina del tiempo. Pero no son solo objetos los que ponen a esta máquina en movimiento. La gran cantidad de referencias a la cultura pop parece tener como función recoger un tipo de palabra engrosada por la mercadotecnia –como si se tratase de un gran nodo semántico enriquecido por el capital– que tiene la capacidad, con su mera mención, de expresar cierta sensibilidad de una determinada época: de ahí aquellas referencias al atari, al pinball, al delorean. Con esto quiero decir que no estamos precisamente ante una suerte de lirismo pop, sino que Buen viaje, Ikarus 10 se compone de palabras que son lanzadas como señuelos para que la memoria pueda viajar sobre el capot del poema.

Es, pues, en esta dialéctica entre imaginación y memoria que el Ikarus acelera, colapsa y asciende hacia un cielo de chatarra en que se nos revela que no hace falta el cliché de una escritura comprometida para asomarse a una serie de problemáticas de la vida cotidiana.