Por Luis Alberto Castillo
El poeta, que es un obrero manual, sufre lo que toda mano de obra: no conciliar la violencia de su esfuerzo procesual con el producto de su trabajo. Las consecuencias de esto no son solo económicas, sino que el producto suele esconder su propio sudor y accidente, y a lo mucho las heridas de la actividad aparecen bajo la forma de un cayo. Eso es ya un problema: el poeta no es el hombre que dice palabras, sino el que las hace; el trabajo del poeta responde antes bien que a una voluntad de decir, a una voluntad de hacer, de tal forma que su palabra más que ser dicha alcanza una existencia propia, se hace de un cuerpo, ocupa un lugar y es ahí donde se nombra a sí misma, donde el lenguaje es capaz de hablar por derecho propio, donde la palabra toma la palabra. Pero ¿cómo se hacen palabras sin decirlas?
El Libro de las opiniones asume esa problemática y por eso es un poemario de la soledad y la distancia y lo es también de la intransitividad de la escritura. Ya desde el primer poema el libro expresa su tragedia: “Al tiempo que yo digo ‘yo’, preferiría en verdad que fueras tú el que lo dijera”; entender esto, según el poeta, implicaría entender qué significa una zanja, es decir, la distancia entre el “yo” y el otro que nunca pueden hacerse dos términos comunes (al menos no por todo el tiempo en que la cercanía con el otro sea entendida como un asunto de aproximación verbal). Por ello es que el poeta confunde los planos psicológicos con los astronómicos, de tal forma que traduce su soledad en un asunto de kilometraje y, más precisamente, en una “cuestión de lejanía y distancia”.
Esto es propiamente un exceso de ingenuidad. Toda la primera parte del libro pareciera escrita por una especie de niño con mente que si bien entiende que sus interioridades son a-gramaticales, cada vez que le surge un problema – en este caso la soledad – lo vuelve un problema gramatical, es decir, una cuestión de ortografía, de tilde o mayúscula, por lo que ante la miniatura del silencio cae y recae en una especie de dicción en bruto para sí mismo. El poeta toma la forma de un orador que solo viaja para adentro y guarda la ingenua esperanza de que al menos en clave gramatical “dos cosas que están separadas puedan por fin unirse”. Entra ahí más que en un callejón sin salida o en un laberinto de puertas, en una aventura circular que lo hace, incluso, coger una vida y hacerla bailar como un trompo. El candor llega a extremos tales que por momentos pareciera que el poeta no pudiera escribir un tiempo verbal sin antes haberlo consultado con su reloj o con el almanaque.
Pero lo que en un principio es mera ingenuidad se transforma en obstinación, en plena conciencia (es decir, se da cuenta) de que ha venido hablando – y lo pongo en sus palabras – “siempre de mí sin embargo, siempre de mí sin ti”, y en donde había una zanja entre el “yo” y el otro, construye un alto “de dos a tres metros” que al menos logra hacer una sombra útil para su lado. Es ahí donde empieza la hora de la confesión. El poeta se da cuenta de que para decir algo verdadero solo basta con ser sincero. Así dirá que si bien ha aprendido a salir de su casa (digamos su “yo”), cuando se ve en otro sitio, se ocupa de otra cosa que no corresponde al sitio sino a su casa.
Es en este trance en donde las palabras, esas manchas de tinta que solo arruinan el papel, “nudos de luz”, o más bien, “frescas transparencias, tercos espejos” a partir de los cuales las personas se confiesan sus discursos a sí mismas, es decir, no lo que dicen, sino lo que les gustaría decirse, es en ese trance en que las palabras revelan su propio peso y llega el tiempo de la escritura, del Acontecimiento. A partir de entonces el poeta querrá que acá hubiese no una palabra sino una cosa, es aquí donde clamará por la urgencia de una suerte de física del pensamiento y se iniciará la epopeya de hacer pesar lo que físicamente no pesa. Se aferrará al deseo, síntoma de la soledad, de que sus palabras sean solo a fuerza de sí mismas, de que le muerdan el talón, de que, al menos, penen por las noches jalándole las sábanas. Si comprende que la distancia es únicamente humana – solo nosotros nos situamos con respecto a las cosas, mas las cosas no se sitúan con respecto a ellas, propiamente no están ni lejos ni cerca – cómo hacer para que la palabra deje de ser humana y no sea el síntoma de una distancia: ¡¿cómo hacer para que la palabra deje de ser humana?! Para ello hay que dejar de decirla y hay que ponerse a hacerla: solo entonces estaremos frente a la palabra de la palabra y el mundo existirá mientras el poeta está durmiendo: la escritura como una forma de aseguramiento del mundo.
Cuando escribe todas las palabras son preposiciones de tal forma que la escritura es asignarle los casos al nombre, a la cosa, propiamente se tratará de lo que le pasa a la cosa y “lo memorable no estará ni en el significado ni en la forma, sino en el simple hecho de haber comenzado” la escritura. En adelante asistiremos a las demandas de este Acontecimiento. Clamará, en principio, por que los hechos tengan una boca, por que los casos señalen las cosas por sí solos, por que el caso termine tragándose a la anécdota.
Llegarán entonces toda una serie de revelaciones. El problema de la distancia se desanudará en una suerte de sensación de deberle plata al otro, de adeudarle una palabra que el poeta no conoce. Por ello en el Libro de las opiniones hay toda una serie de poemas que han sido escritos solo porque el poeta había aprendido una palabra nueva.
Ahora da la sensación de que cuando escribe, el poeta siente que se mira en un espejo, pero no queda claro si es que lo ve en su reflejo es una palabra o si es que es más bien un hombre lo que se refleja. Pero lo cierto es que ahora se conoce mucho más y vuelve a la misma aventura y se le presenta la necesidad de cruzar el alto que él mismo había construido porque le urge, como dice, un clip, un enganche, “una comunión de lo uno a lo mucho”, “de lo mucho a la unidad”, una conciliación con lo múltiple… pero no, cae nuevamente en la dicción en bruto para sí mismo y no desea si no no tener que toparse con nada, con lo que la tentativa de comunión se disuelve.
Hasta ahí pareciera la historia de un fracaso, el arribo a un callejón sin salida que, como había dicho, es más bien una aventura circular que ha terminado por hacerse punto, que ha fuerza de decir “yo” ha terminado por afirmar su propio nombre. Pero será ahí, en esa plena soledad soberana, en que entienda que el punto, el “yo” que se ha afirmado en su propio nombre, es determinación espacial pero es aún vacío. El punto, en este caso debemos decir el “yo”, no es nada sino una vez puesto en movimiento, es decir, no es nada sino se hace línea, es decir, ruta, vida, si no contempla al tiempo más que como mera categoría gramatical como necesidad extensiva – y hasta el momento el poeta solo había viajado circularmente para adentro, había entendido la vida como un completarse un círculo y su movimiento a lo mucho había sido el de un hombre que se mueve pero porque viaja al interior de un vehículo.
El error había sido pensar que el movimiento lo estropea todo y eso lo había condenado a la puntualidad del espacio inmóvil y vacío, a quedarse atrapado en una “ÉPOCA”, y es por ello que ahora asume físicamente el soporte temporal y entiende que es la duración la que da sentido, que es la duración “lo que da Unidad más allá de lo disímiles de las partes tomadas aisladamente”. Ahora sí entiende que el “yo” es solo un trámite y su nombre un mero asunto burocrático.
En el penúltimo poema tenemos al poeta iniciándose en la técnica del movimiento: “las piernas estiradas cuando el columpio va cuesta arriba, la resignación obligatoria de las piernas cuando el columpio se retorna a su lugar de origen.” Ciertamente aún no ha iniciado nada, pero se da cuenta. Ciertamente aún no se mueve, pero sabe que en algunos lugares donde no está, va a estar. Ya no se trata de la aventura por los planos de sus interioridades, sino que ha dejado de ver en rededor y ha divisado por fin una ruta. Solo que “esos procesos demoran”, “esos procesos son así”. El divisar una ruta es ya estar en la ruta. El final del poemario es la condición de posibilidad de la salida de una etapa, de una “ÉPOCA.”
(Quizá recién entonces llegue la hora del descanso)