Por Rodrigo Vera
De los tres poemarios de J.E. Eielson reunidos en este volumen[1] se puede decir lo que un antiguo adagio del budismo zen señalaba: “Cuando se es muy joven y se sabe un poco, las montañas son montañas, el agua es agua, y los árboles son árboles. Cuando se ha estudiado y se es leído, las montañas ya no son montañas, el agua ya no es agua, y los árboles ya no son árboles. Cuando se es sabio, nuevamente las montañas son montañas, el agua es agua y los árboles son árboles.”
Al releer estos poemas escritos en el último tramo de su vida he tenido la impresión de estar ante un poeta para quien, prolongando el proverbio oriental, la palabra es, nuevamente, la palabra. Pero ¿qué sentido tiene esta tautología? Hay en efecto un abismo de distancia entre decir sí y decir dos veces no. La primera palabra (palabra = palabra) no es igual a la doble negación de la cual la última se desprende (palabra = no (no palabra)). Una cosa es la literalidad esclava de la inmediatez y otra muy distinta la literalidad conquistada que surte como efecto del movimiento de una partida y un retorno. Sabemos, sin embargo, que no existe el retorno. Y por eso sabemos que no existe tampoco la partida. ¿Qué dirección tomar entonces? ¿Y en qué lugar encallar? ¿En qué húmedo rincón la palabra, otrora despojada de sí, vuelve a ser de nuevo, siendo ya, y al mismo tiempo, otra cosa? Recuerdo aquí la sentencia del místico alemán, Meister Eckart, quien decía: “Le pido a Dios que me libre de Dios”. Puedo decir que esa plegaría acompasa la ondulante trayectoria de Eielson, que bien pudo haber acotado: Le pido al poema que me libre del poema… solo resta la vida. Y en el reverso de esa oración haber escrito luego: Le pido a la vida que me libre de la vida… resta solo y solamente el poema.
No sé si la respuesta a estas interrogantes, pero si al menos su rastro, aparece en este conjunto de poemas, escritos en sus últimos años de vida, en el que el poeta celebra con una rara, y a veces sospechosa inocencia, el amor, la amistad, la música, la simbiosis con la naturaleza, la dicha de estar vivo. Creo que sería ocioso desmenuzar los aciertos o desaciertos que operan en estos poemarios. Hay una obra crítica cada vez más amplia que puede dar testimonio de aquello. Voy a ser bastante más puntual y concentrarme en sugerir un par de ideas de algún modo condensadas en “Poeta en Milán”.
Me preguntaba líneas atrás en qué húmedo rincón la palabra se reencuentra consigo mismo luego de haberse negado en el pasado. Decía luego que estos últimos poemas contienen una rara y a veces sospechosa inocencia. Cuando pensaba en lo primero me repetía este verso que aparece en el cierre de uno de los poemas de Otros poemas sin título:
“Me conmueve / todo lo que es húmedo /o lo que parece imposible / y es solamente azul”.
Cuando pensaba en lo segundo me repetía este otro, con menor entusiasmo:
“Todo es manzana cuando escribo / Y nada es banana si no me da la gana/”
Mario Montalbetti en un libro que acaba de publicar apunta que hay escritores que luego de haber demostrado generosamente su talento e inteligencia, deslizan lo que parecen ser “errores” infantiles. No creo desmerecer a Eielson al decir que este último verso es irrisorio, errático, en definitiva, un mal verso. El punto es que antes de desaprobar a un poeta que ha dado muestras indudables de inteligencia y que ha construido no solo excelentes poemas a lo largo de su vida, sino una auténtica ética de la escritura, debemos pensarlo dos veces. Porque en efecto errar (del latín errare) significa equivocarse, pero además deambular sin rumbo fijo, caminar, deslizarse, vocablo que, curiosamente, en su forma sustantiva refiere también un desacierto, como cuando decimos “desliz de una noche” y queremos decir además “aventura de una noche”. El errar es entonces dinamismo, una suerte de variante culposa del devenir. El verso de la banana parece ser un desliz también en esta segunda acepción: una humorada que disuelve la solemnidad con la que carga una trayectoria impecable solo para defraudar la expectativa de cerrar con broche de oro el poema y hacerlo no-redondo. Hay también aquí una ética de la decepción.
De hecho el humor, el juego, es un recurso constante no solo en la poesía, sino también en la obra visual y performática de Eielson. Pero es en esta constatación que quiero retomar el, esta vez, redondo primer verso que cité líneas atrás. Repito: “Me conmueve / todo lo que es húmedo / o lo que parece imposible / y es solamente azul.”
Los antiguos griegos creían que el cuerpo humano contenía cuatro líquidos básicos llamados “humores”, los cuales se relacionaban con los cuatro elementos: aire, fuego, tierra y agua. La sangre asociada al aire, el fuego, a la bilis amarilla, la tierra a la bilis negra y el agua a la flema. El balance entre estos cuatro elementos era considerado esencial para la buena salud. Así, cuando alguien estaba en buen balance lo consideraban de “buen humor”
En ese sentido, no debe sorprendernos que la palabra humor proceda del latín humor, humoris, que propiamente significa “liquido” “humedad”, especialmente el agua, y muy especialmente, aquella que rezuma de la tierra (en latín humus) de donde proviene además el vocablo humano.
Lo que yo quería sugerir con este vago ejercicio etimológico es una suerte de poética de lo húmedo de algún modo condensada en este último tramo de la poesía de Eielson. Cuando Tales de Mileto declaraba que en el principio era el agua admitía que la constatación de ello radicaba en la humedad que destilaban los alimentos, las plantas, los animales, las semillas. La humedad es así una cualidad embrionaria de las cosas, el preludio de lo seco, que es la muerte. Con el lenguaje sucede lo mismo. Una boca colmada de saliva emite solo balbuceos: no se le entiende. Una boca seca no dice nada o, lo que es lo mismo, emite informes notariales: se le entiende demasiado. Creo que la poesía de Eielson pone en escena un estado transitorio entre una boca seca y otra boca empapada. En medio, el juego húmedo de una boca en suspenso. Por eso, cuando se dice que estos últimos poemarios privilegian el lenguaje cotidiano y la comunicación directa, otrora barroca, tensionada o experimental, hay que pensárnoslo dos veces, ya que, en efecto, Eielson habla de asuntos cotidianos aquí, pero importa más pensar qué charco oscuro antecede a esa lengua en apariencia diáfana e inofensiva. Que la humedad ponga al lenguaje en suspenso es una forma de decir que la comunicación directa y sin ambages se parece a una llanura estéril: no discurre agua. Todo está iluminado. Todo se seca.
En 1998, fecha contemporánea a la creación de estos poemas, Eielson declaraba: “En la idea que personalmente tengo del arte, «decir» no significa necesariamente «comunicar».” Algunos años antes, entre 1990 y 1992, escribía en Celebración: “La luz que solamente es luz / Cuando ilumina una cosa /No es la luz verdadera.”
El estadio previo de esa luz es el de una luz naciente, una luz preñada de luz, y por ello no-luz, oscura porque secreta. La luz que solo es luz en aquello que ilumina es la de una palabra que solo es palabra en aquello que refiere sin resto: el contenido, circuito instrumental de la comunicación de la que se distancia Eielson en la declaración recién señalada. La luz, en cambio, que se intuye luz desde su inmanencia, es la de una palabra cuyo decir discurre en un estado embrionario. Ilumina desde la no consumación del nacimiento. No es aún significado, sino espuma, latencia, una suerte de “esplendor vacío”: Poesía.
“Quizás el universo /Es una pompa de jabón quizás /Es solamente espuma /Una esponja siempre vacía /Y siempre llena. Quizás Lo que llamamos luz / Es la sombra de Dios /Y lo que llamamos Dios / Somos nosotros mismos / Que también somos espuma /Pompa de jabón esponja / Siempre llena /Y siempre vacía” (De Sin título)
La luz preñada de luz se parece a la esponja preñada de agua, es decir, fecunda de vida. Allí el poeta pone en juego su palabra. Allí equilibra su humor. Allí lo húmedo que conmueve. “Y lo que parece imposible. Y es solamente azul”, se intuye aquí como la latencia del mar en su grado cero.
El tramo final de la obra de Eielson es análogo a la de la parábola kafkiana sobre aquel campeón olímpico de natación quien, ya en el podio de la victoria, confiesa a su público no haber nunca aprendido a nadar. Imagino a Eielson confesando lo mismo en el podio de una vida dedicada a la poesía. No por falta de destreza, qué duda cabe, sino porque el agua donde discurre su cuerpo no es aún un mar cuajado de olas, mar entero, sino solo humedad y espuma, mar apenas.
La pregunta es ¿cómo nadar en la humedad de las olas? ¿Cómo escribir en la humedad del lenguaje?
“Nadar es nacer nuevamente / Y negando la muerte /Nadar desnudo entre la nada /Y el agua. Sólo nadando / El nadador anuda su nariz /A sus pulmones y a sus pies / Para algún día morir / Caminando. Aunque /Sólo nadando / Sin nada en qué pensar / Sino en nadar el nadador / Vuelve a nacer” (De Otro poemas sin título)
[1] Tercer volumen de la Poesía completa de Eielson editado por Lustra Editores (edición de Martha Canfield). “Poeta en Milan” incluye los poemarios “Celebración” (1990-1992), “Sin título” (1994-1998) y “Del absoluto amor y otros poemas sin título” (1990-1992)