Por Santiago Vera
El primer y el último poema de esta valiente piecita de la poeta Román hablan de la perdida y de la escritura. El primer poema arranca con una declaración: “yo no sé cómo cantar pero escribo (…)“sospecho que lo he perdido todo”. En el último poema esta sospecha se reanuda pero bajo otra dirección, detona hacia un lugar distinto: “he dejado de hablar sobre las cosas que perdemos, ahora solamente escribo”. Si en el primer poema la escritura aparece como técnica que puebla el vacío resultante de la pérdida para, digamos, aprender a caminar sobre él, en el último Valeria arroja la escalera una vez que ha subido por ella: ahora no escribe para nada. Libre ya del acoso de las grietas, la poeta anuncia: “ahora solamente escribo”. No sabemos aún hacia qué tipo de lenguaje desembocará este último anuncio -la escritura que no persigue más que su propio cauce indefinido- qué será capaz de decir Valeria después de él , pero por lo pronto tenemos ya el pulso que antecede a dicha declaración, un ritmo en cuyo tempo adivinamos el universo, no precisamente de la autora (el tono dista de ser confesional), sino de una voz que interroga por los autores, los amos de una realidad que ante sus ojos se descubre bajo el brillo, opaco y luminoso al mismo tiempo, de lo inaugural y originario.
Hablo del primer y el último poema porque considero que este es un libro que contempla la vida como un escenario poblado de nacimientos, renuncias y decesos, bienvenidas y abandonos, primeras y últimas veces. Pero lo hace de tal forma que el nacimiento y la muerte de las cosas, más que habitar los extremos, son solo los distintos perfiles de un mismo rostro. Hay una especie de conciencia de que la vida es una ruta que es siempre más veloz que aquel que la camina, y que es en ese ritmo misterioso donde todo se confunde; las renuncias, más que ser el fin de algo, son las desembocaduras hacia nuevos comienzos, y los comienzos, nunca suficientemente inaugurales, son solo las prolongaciones de inconclusas renuncias.
En ese remolino de puertas de entrada y de salida superpuestas -que no es otro que el de la vida volcada hacia el paisaje, nublado por momentos, poblado de escombros por otros, de sus instrucciones de uso- la poeta, decía, pregunta por los autores, casi se diría por los arquitectos de ese diseño que se le impone ajeno: “No estoy confundida, estoy frente a un mapa”. Las exploraciones que organizan esta búsqueda adquieren una dimensión cósmica y doméstica alternativamente. Cósmica cuando se advierte en el peso de Dios y la Naturaleza, si bien vía la autoflagelación y el sentimiento culpa, un refugio ante el extravío del cuerpo: “santo es tu cuerpo un rio seco un rio seco que trae piedras santo es tu dolor y el peso que llevas arrastrando santo es lo que brota de las heridas arrodíllate ante el señor míralo a lo cara cuando lo hagas levanta el mentón aprende su nombre aprende”. Doméstica cuando los hilos que vertebran esa fe se deshacen, pero no para evidenciar la artificialidad de lo sagrado, sino para reconducirlo a ese otro espacio en que Dios no es sino mamá, las lecciones del colegio, el amor perdido o la propia autoridad de la rutina diaria. Es en este plano en que lo sagrado se confunde con lo doméstico donde se multiplica el vértigo de las puertas de entrada y de salida, la exploración se descascara en jirones en que el sentido añorado se reduce al guión impuesto, a la pauta, al diagrama de los ciclos y las enumeraciones.
Este tema de las enumeraciones es interesante. Porque si bien la enumeración puede ser el signo de una sacralidad desvanecida (todo número tiene algo de sequedad y desolación), es también el gesto más elemental de una voluntad de medida y orientación frente a una realidad que reclama respuestas. Sin número, lo sabían los griegos, la experiencia sería un mero aluvión invertebrado de sucesos; con números, el tiempo no es sin más duración indiferente, sino encadenamiento, relato, ritmo. Y son muchos los momentos en que el poemario abunda en números: “el hombre cero”, el “hombre veinte”, “la mujer veintiuno”, “el salmo cincuenta y tres y el versículo dos”, “la probabilidad de 1 en 11 millones de morir en un accidente aéreo” , “el 30 por ciento en que las personas delgadas son más felices de las que no lo son, “los 72 mensajes del ex dejado en la casilla de voz”, las “ciento cincuenta mil ciento ochenta y nueve lecciones”, “la primera / la segunda / la tercera vez. De interpretar este gesto (que me parece no es casual) uno podría decir que hay algo de elemental en la voluntad de enumerar que hace de ella una virtud emparentada a la inocencia de nuestros primeros pasos. Al igual que cuando apagamos las luces lo primero que hacemos es buscar, no significados, sino cosas (muebles, etc) donde apoyarnos para no tropezar, marcas que diagramen el espacio y nos reubiquen, hay ciertos momentos en que la enumeración parece cumplir en Feelback una función parecida. Y no me refiero únicamente a aquellos versos donde aparecen cifras, sino también a aquellos donde se procede a la manera de un listado de instrucciones técnicas: “así es como se abrigan los animales” / así es como lamen el sudor /así enferman de gripe / esto es sol, esto es sangre /así esperan / así esperan / así esperan”.
Estos apuntes solo buscan asomar la cabeza por algunas de las rendijas que plantea el libro pero que, lo confieso, no creo capturen el espíritu de esto que tenemos al frente. La personalidad de este libro es dislocada y sus certezas se anuncian a manera de susurros que, paradójicamente, no exigen aguzar el oído, sino amplificarlo, descentrarlo, dejarlo un poco a la intemperie .Y eso lo hace difícil de pensar. Lo cual es, siempre, motivo de celebración y de alegría.