Por Santiago Vera
Es evidente que el libro de Ethel Barja no trata sobre nada. Creo que no lo es menos el que ninguna poesía para la que el propio acto de decir sea un problema, trata sobre un tema o un aspecto determinado de la realidad. Con esto no quiero redundar en la manida fórmula del silencio como la tentación inexorable de toda poesía. Es cierto que algo de eso hay, pero si la vocación al silencio fuera así de protagónica, no se entiende por qué un poeta, a pesar de todo, dice, por qué simplemente no se queda callado con la seguridad de que solo ese silencio no traiciona su singular relación con el lenguaje.
Y es que en efecto, hay una forma, para la cual el poema es quizá uno de sus lugares de ejecución más eficaz, en que la resistencia a decir algo no desemboca necesariamente en el silencio. Consiste en no usar el lenguaje, sino en recorrerlo. Transitar sus relieves, adivinar sus frecuencias, descender hacia “ese amasijo de calles / transformadas en resonancias” (p. 47) que anteceden al “camino sin resonancia” (p. 37) de la comunicación y en donde las palabras recobran y reinauguran una cierta dignidad perdida en la promiscuidad del uso.
El problema con esto es que para atestiguar ese deslizamiento a través del universo de la lengua es necesario poner al lenguaje en escena, es decir, hablarlo. Y digo que es un problema porque al hablar, decimos, y al decir hacemos presente eso que en nombre de su fidelidad preferiría permanecer oculto.
Ese es, me parece, el problema cuyo rastro el Insomnio vocal, más que poner en evidencia, parece perseguir sus devaneos, sus oscilaciones. ¿Cómo poner al lenguaje en escena sin forzarlo a entrar en operación? ¿Como decir sin que lo dicho reemplace con palabras el vacío desde el que el acto mismo de decir gravita, pende? Pero estas preguntas de corte metafísico persiguen aquí una versión anatómica: ¿de qué tipo es la factura, el cuerpo de una palabra capaz de traslucir todo ese ruido de fondo que la antecede, y sin embargo la atraviesa y la habita?
Ante tales interrogantes la poesía de Ethel parece, insisto, no optar por su disolución, sino por el regodeo ante las costuras y las hebras que las entretejen y cuyo caos modulan. : “El mal hábito de las palabras/ se nutre de este plato/ todo el ruido devorado / alcanza su centro tibio / en el ritual de la incisión y la costura” (p. 23). Hay, pues, una cierta vocación por internarse en el rigor de las microtexturas, una suerte de ritual celebratorio ante el vértigo de la asfixia por sondear las fibras, no de las cosas, sino de la posibilidad de las mismas, sus contornos, su grado cero.
Son dos los trayectos más recurrentes que organizan esta exploración: trayectos de textura oníricas, trayectos de textura orgánica. Gas y fibra. Por un lado, vaho impalpable, por el otro, materia pastosa. En las primeras destaca la metáfora de los espejos rotos. Planos enrevesados en los que realidad y premonición o clausura de realidad terminen por confundirse en una sola masa etérea. La figura del insomnio que titula el libro da en el blanco: no se trata únicamente de la dificultad para dormir, sino de la intolerancia frente al hecho de que a la suspensión de lo real (el sueño) le corresponda un determinado sector del día, un horario programado y estable (la noche). La diagramación del tiempo del hábito o la rutina se revela “como permutación absurda” (p. 26). En ese sentido, el insomnio funciona como una imagen que retrata bien la relación poesía-realidad: también para la poesía lo real es una promesa cuya suspensión en el tiempo se reanima y reedita a cada instante. Respecto de los trayectos orgánicos destaca la metáfora de la incisión y la sutura, ambas de connotación quirúrgica. El libro comienza con un verso que en cierto modo condensa las dos trayectos referidos: “las aguas descifran su retorno a la misma piel / Ante el estrépito abismal de los pozo abiertos, la sutura es un mal sueño” (p. 13).
Estos dos trayectos están presentes de manera alterna a lo largo de toda la obra. Sin embargo, son complementarios a otras dos, vamos a decir, modulaciones que estructuran y organizan dicha exploración y que conforman las dos partes del libro. Para seguir jugando con el título (y perdonarán aquí la extravagancia….) podríamos decir: la primera parte (caligrafía de la sutura) retrata el drama de una vocal sin consonante y tiene como personaje ocasional a Eco, aquella ninfa cuya hermosa voz encandiló a Zeus a tal punto que le fue arrebatada el habla como castigo y, de remate, fue condenada a repetir únicamente las últimas silabas de las palabras que oía. La segunda parte (sueña la implosión) escenifica la tragedia inversa: la de una consonante sin vocal; aparece aquí el objeto del desamor de Eco, Narciso, aquel bello joven que enamorado de sí mismo término ahogándose en las aguas del estanque donde contemplaba su propio reflejo.
La fonética define una vocal como el sonido que se pronuncia con el tracto vocal (conjunto de fibras encargadas de producir los sonidos a través de la boca) abierto; mientras que las consonantes son el sonido que resulta de una obstrucción o bloqueo del tracto vocal. Las vocales son liquidas, las consonantes, sólidas. La posibilidad del lenguaje humano requiere de la articulación de ambas modalidades sonoras. Para insistir con metáforas anatómicas, se diría que sin consonantes la vocal se reduce a la deformidad de un cuerpo con músculos pero sin huesos; mientras que sin vocales las consonantes serian el análogo de un cuerpo con huesos pero sin músculos ni flujo sanguíneo. Tanto para el movimiento del cuerpo en un caso, como para la posibilidad del habla en el otro, se requiere de la participación de ambos factores.
Pues bien, la primera parte del poemario (vocal sin consonante) es un canto al ensimismamiento y un navegar por sus aguas de indefiniciones y penumbras. Un tono en apariencia calmo, escarba en realidad la desesperación de una libertad sin orilla. La voz discurre por secretos pasadizos líquidos en busca de una solidez que vertebre su flujo, pero a cambio solo encuentra la soledad y el vértigo de su propio extravío. Nada puntúa la voz, de nada pende: es el dolor vibrante de un aliento demasiado puro. Ante dicho vacío el hilvanamiento de las palabras se reduce al merodeo caligráfico de sus bordes: “oscura caligrafía / de azafrán que nada sana / de enredadera en la lengua (p. 17). O discurren como hilos enrevesados a causa de su incapacidad de zurcir el hilaje: “cuerdas mutiladas (….) todo cabo está extraviado. La mano siempre está abierta / y todas las sogas en vela / sin saber de dónde sacar más nudos, más tiempo, certeza del puño” (p. 21). El fenómeno acústico del eco se confunde con el problema ontológico de la de(fin)ición. En efecto, la posibilidad de toda de(fin)ición requiere de un cierto límite, un afuera a partir de cual la realidad nombrada cerque el adentro que la define. Pero ante este paisaje indefinido asistimos a un ritual de “desintegración de los nombres” en donde “las palabras aprendidas retroceden” (p. 26) a ese espacio en que su materia sonora no calza aún con el mundo (el afuera) y en la que no oímos sino el sonido de retorno de la voz al chocar con las paredes de su encapsulamiento.
El ritual de la segunda parte del libro celebra en sus inicios el descubrimiento de un atisbo de fuga. Ya en la primera parte adivinábamos la promesa de una “inmovilidad anhelada” (p. 22), una especie de sequedad que orille la indeterminación de los nombres, o, para seguir con el juego, una consonante que vertebre el sonido liso de la vocal. Pues bien, todo parece indicar que asistimos en este punto a una suerte de ritual de aprendizaje de la dicción: el “musgo” caótico de la primera fase “se elevará a otra materia”, que no es ya lo de la indefinición de los nombres, sino la del retorno organizado hacia “los usos y costumbres” (p. 48) del afuera. La voz encuentra en la dilatación del tiempo la mediación que la hace posible y que la dota de una mayor consistencia. Si en la primera parte la “destreza duerme en los paladares, aquí “el plural del afuera atraviesa (la) orilla” para “abrazar la implosión de la escucha” (p. 56). Es como si la masa sonora de la primera parte se sometiese a una serie de incisos, cortes quirúrgicos que la desmiembran para encontrar en los intersticios resultantes la posibilidad de redimir la inmediatez a través de la paulatina integración de un relato, una historia. Y allí tenemos a esa serie de viñetas en donde el sintagma narrativo por excelencia, el “Había una vez” (pp. 50, 58), se personifica para relatarnos el devenir de su propio nacimiento.
Pero este último trayecto no describe, como pareciese a primera vista, la conquista de una salvación. Cuando pensábamos haber hallado el añorado ensamble de la voz con el afuera (es decir, del lenguaje), el enmarañamiento de la lengua se reanuda, vuelven las hilachas y la factura pastosa del “delirio sin confines”. El movimiento del afuera es ahora posible, pero es lechoso (p. 57) y opaco, como lo son todas las cosas acosadas por luz de la conciencia. Y es ante a esta nueva conquista, este regreso reconfigurado de la voz a sí, a la que Narciso se abisma al contemplar su propia imagen. La interpretación del mito es sugerente: su tragedia no es ya el de la eterna contemplación de sí mismo, sino la del esfuerzo imposible de verse a sí mismo, viéndose. La infinita circularidad de la conciencia por definición incapaz de captar su propio abandono: “Cada mañana al fijar la mirada / el estanque era opaco / todo regreso era la purpura negación del regreso” (p. 55)
En el último poema vemos de vuelta los hilos de la lengua regados casi arbitrariamente sobre la superficie de la página. Como la constatación de que nuestro trabajo de costureros de la lengua es infinito. Como si ese espacio reclamase nuevas agujas y nuevos hilos para reanudar el trance. La dicción es difícil.