Por Carlos Quenaya
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La bella reproducción facsimilar de El estanque moteado (Pesopluma, 2017) –a la que se acaba de sumar la aparición de El sol lila– es una oportunidad inmejorable por dos razones. La primera: la posibilidad de acercarnos con ojos nuevos al singular arte de Luis Hernández. La segunda: la oportunidad de pensar algunas de las inquietantes paradojas que plantean sus cuadernos –obsequiados, inacabados y dispersos por voluntad del autor desde la década del 70. La más importante dificultad radica, quizá, en la imposibilidad de contener el arte de Luis Hernández entre dos tapas. Una recusación del libro como objeto, una refutación de la institucionalidad que lo legitima y define su estatuto y su circulación son algunas de las pistas que nos va dejando la contemplación de la caligrafía y los dibujos del autor de Vox Horrísona.
Pero vayamos por partes. Luego de publicar Orilla (1961), Charlie Melnick (1962) y Las Constelaciones (1965), Luis Hernández inicia la escritura –¿el dibujo?– de una serie de cuadernos que iría obsequiando a los destinatarios más diversos. Es obvio que no se tratan de los manuscritos de un autor cuya temprana muerte impidió su edición definitiva en letras de molde. No se trata de textos que quedaron a medio camino. Tampoco es el caso que su autor desistiera de ser leído y renunciara inapelablemente a toda experiencia editorial. La esmerada caligrafía de los cuadernos, los dibujos que los acompañan, los vivos colores, los gestos lúdicos que asisten la composición de los poemas dan cuenta de la necesidad de un interlocutor. El lector está invitado a participar en el juego estético que propone cada cuaderno. Y no sólo eso: está invitado a escribir sobre él, a intervenir sus páginas, a arrancarlas y desecharlas una vez que hayan cumplido su ciclo. El cuaderno es un lugar para intervenir, no un objeto para adorar en un anaquel.
Surge así la primera paradoja –que se duplica en la exposición que la Casa de la Literatura le dedicara a su obra. Porque, ya sea que los contemplemos a través de un vidrio o en la fidelísima reproducción que tenemos entre manos, ¿no terminan los cuadernos por insertarse dentro del sistema al que ofrecieron originalmente resistencia?, ¿no terminan por convertirse en objetos de culto colocados en un anaquel o en una sala de exposición? Y, sin embargo, contemplados tras un vidrio, los cuadernos imponen una distancia y no pueden ser leídos. Leídos en la flamante edición facsimilar son, a la vez, nuevos y viejos, idénticos y distintos al irrepetible cuaderno. Hay un resto que los cuadernos proponen y que impide su total asimilación al mercado editorial y al circuito literario.
El recorrido que proponen los cuadernos no es en absoluto lineal. Tramados uno sobre otro, con variaciones de poemas que reaparecen aquí y allá y una escritura que prolifera sobre tapas de libros, carátulas de cuadernos, pedazos de papel o desplegada a través de un larguísimo rollo –como el que se aprecia en la exposición de la Casa de la Literatura–, su conocimiento deja en claro que ninguna aventura editorial podría colmar esta escritura que desborda todos los recipientes y formatos. La materia en que se escribe es inherente a la escritura misma, así como los dibujos y signos que aparecen en sus eventuales páginas. De modo que el ejercicio de leer no se remite únicamente a los textos. Se trata también de leer la materia –efímera y precaria– en que fueron escritos.
El arte poético de Luis Hernández invita a pensar el espacio político y cultural en que se insertan los textos. Su escritura es una suerte de juego performativo lúcido de sí mismo y de todo aquello que lo rodea: la institucionalidad que le confiere legitimidad y que la instala dentro de un circuito de propiedades, el mercado que define una forma de circulación y de intercambio económico para los libros. Tal como Foucault apuntara en un famoso ensayo escrito por la misma época en que Hernández dibujara sus poemas: “…la función autor está vinculada al sistema jurídico e institucional que rodea, determina y articula el universo de los discursos; no se ejerce uniformemente y del mismo modo sobre todos los discursos, en todas las épocas y en todas las formas de civilización; no se define por la atribución espontánea de un discurso a su productor; sino por una serie de operaciones específicas y complejas…”[1]. Esas operaciones que un sujeto atraviesa para ser reconocido socialmente como autor son desafiadas en la materialidad misma de los cuadernos en la forma de un trazo, un dibujo, una caligrafía o una página rota.
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En La Biblioteca de Babel, Borges lleva hasta sus límites una cosmogonía del libro total, uno y múltiple, cifra de todos los secretos. El universo es una vasta biblioteca imposible de recorrer. Como en una alegoría kafkiana, los libros se multiplican laberínticamente y el ser humano –ese “imperfecto bibliotecario”– tiene la tarea de custodiar el misterio. Las letras del libro están, en el magnífico cuento de Borges, del lado de lo divino y, las falibles letras de la mano que escribe, recaen del lado de lo humano: “Para percibir la distancia que hay entre lo divino y lo humano, basta comparar estos rudos símbolos trémulos que mi falible mano garabatea en la tapa de un libro, con las letras orgánicas del interior: puntuales, delicadas, negrísimas, inimitablemente simétricas.” El relato expande el significado cultural y social de libro –su carácter de artificio humano– y construye una metafísica del libro inabarcable.
Esta amplificación no es gratuita y creo que acompaña otra intuición borgeana, que hallamos en Otras inquisiciones: “Quizá la historia universal es la historia de la diversa entonación de algunas metáforas.” Las metáforas, y los libros que los contienen, no están recluidas en la quietud de una apacible biblioteca. Si la historia universal es la diversa entonación de algunas metáforas –así como el universo es metafóricamente una vasta biblioteca– es porque el libro ha roto su recipiente para constituir el mundo a través del lenguaje con el que hacemos metáforas e inventamos ficciones. La sospecha es radical, pues no se limita a señalar la posibilidad de hacer un uso excéntrico del lenguaje –las figuras literarias–, sino que apunta a algo más fundamental: la historia humana es la historia de las metáforas en que habitamos sin darnos cuenta. Lejos de ser un mero cosmético lingüístico, las metáforas son formas de comprender y actuar en el mundo.
Hay otra lección del autor argentino que podemos anotar y que se encuentra en el mismo volumen: “La literatura no es agotable, por la suficiente y simple razón de que un solo libro no lo es. El libro no es un ente incomunicado: es una relación, es un eje de innumerables relaciones. Una literatura difiere de otra, ulterior o anterior, menos por el texto que por la manera de ser leída: si me fuera otorgado leer cualquier página actual —ésta, por ejemplo— como la leerán el año 2000 yo sabría cómo será la literatura del año 2000.”
La fantasía borgeana se alimenta de esta perplejidad: el lector crea y distorsiona el sentido, el texto se transforma y, así, escribir es cambiar la forma de leer. El problema para la literatura –el más enigmático posiblemente– no radica en la pregunta de si en el futuro habrán o no lectores. El enigma es cómo se leerá. Por esta razón Ricardo Piglia decía que Borges es un escritor clásico y un lector de vanguardia. Lo crucial, entonces, no es acumular libros sobre el velador, sino cambiar la forma en que los leemos.
La poética de los cuadernos de Luis Hernández toma distancia de la forma en que leemos. Es una crítica a la palabra institucionalizada del libro. De un modo muy distinto al de Borges, es una poética marcada por una potente intertextualidad. La escritura de Hernández abre un coloquio con una amplia cultura musical y literaria. Pero la animada conversación que provoca se desarrolla en las páginas de un cuaderno anillado cuyo destino final es el obsequio y el olvido: un diálogo que podría recomenzar en cualquier parte y terminar en cualquier lugar.
Si el poema ya no busca representar la realidad –porque el lenguaje no se opone a la realidad y el poema ha finalmente roto su recipiente–, entonces el lenguaje cristalizado en el texto, libre de sus funciones normativas, se convierte en un objeto con radioactividad propia. Así, el lenguaje poético interviene el mundo –no lo deja como está–, pues se constituye en un objeto nuevo que desafía y elude las convenciones establecidas. Como en las ficciones de Borges –pensemos en la falaz enciclopedia de Tlön, Uqbar, Orbis Tertius–, los cuadernos de Luis Hernández son objetos que perturban el mundo. Son artefactos que apelan a un nuevo lector. Recurriendo a un diseño aparentemente lúdico e ingenuo, la poética de los cuadernos deviene en una práctica crítica de la palabra instituida.
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Salvados momentáneamente del olvido por la reproducción facsimilar que los recupera, estos cuadernos tienen como destino final la dispersión. En este destino está contenido su gesto más radical, pues es el que define su vocación y su tránsito. El destinatario del cuaderno no tiene como obligación su conservación o su custodia en un museo. A simple vista, son extraños al circuito editorial y no disputan por un lugar dentro de él. Si bien el cuaderno exige ser leído, al mismo tiempo libera al lector de los compromisos adquiridos con los objetos de la cultura. Sólo un número muy reducido de personas podría ver en ellos algo más que unos simples cuadernos. A diferencia de los libros, los cuadernos son activamente reacios a la lógica de la mercancía, ¿habría algún precio que traduzca justamente su valor? Por supuesto, no es imposible que el mercado les asigne un precio –de haber alguno circulando por ahí–, pero los cuadernos no se dirigen a ningún potencial comprador: ¿a quiénes se dirigen, finalmente, estos cuadernos?
El filósofo italiano Giorgio Agamben en un ensayo titulado ¿A quién se dirige la poesía? propone que “el verdadero destinatario de la poesía es aquel que no está habilitado para leerla.” Para desarrollar su argumento, Agamben recuerda la dedicatoria que Vallejo colocara en uno de sus libros: por el analfabeto a quien escribo.
¿Qué quiere decir que el destinario de la poesía es quien no puede leerla? De ser así, ¿por qué la poesía debería permanecer ilegible? De acuerdo al autor italiano “por” significa menos “para” que en “lugar de”: “tal como Primo Levi dijo que él daba testimonio por –esto es, “en el lugar de”– aquellos llamados Muselmanner que, en la jerga de Auschwitz, nunca pudieron dar testimonio.” Y, más adelante, concluye: “Pero esto también significa que el libro, que es destinado a quien nunca lo leerá –el iletrado– ha sido escrito por una mano que, en cierto sentido, no sabe leer y que es, por lo tanto, una mano iletrada. La poesía es aquello que regresa la escritura hacia el lugar de ilegibilidad de donde proviene, a donde ella sigue dirigiéndose.”[2]
¿Cuál es ese lugar de donde proviene y adonde se dirige la poesía?, ¿qué es aquello ilegible que no puede escribirse ni leerse, pero que sustenta la palabra escrita de la poesía? Agamben lo precisa en otra parte[3]: la oralidad. La oralidad es lo anterior, lo previo a cualquier literatura: el suelo en el que se sustenta y al que ha de regresar la escritura. El poeta es quien asume la tarea de escribir lo que nunca ha sido leído y leer lo que nunca ha sido escrito: la palabra en el aire, la palabra oral. Los cuadernos de Luis Hernández se hallan en medio de la tensión entre lo hablado y lo escrito. Urdidos con la materia de lo transitorio y de lo siempre en marcha, reproducen las huellas de la oralidad de un peruano de Lima. Son palabras sin versión definitiva y, sin ser un borrador de nada, –así como la charla cotidiana tampoco lo es– interpelan a cualquiera que pasa.
La poesía como arte requiere, cómo no, de formación literaria, pero también exige no perder de vista el don del habla. El margen de ilegibilidad de toda poesía no es resultado de la potestad del grupo letrado sobre el idioma. La ilegibilidad de la poesía es producto de su mayor proximidad a las potencialidades de la lengua que hablamos todos. Quien lee, y también quien escribe, establece un diálogo virtual entre un analfabeto y un mudo. Dos ilegibilidades que se interrogan y se interceptan en el espacio abierto por la poesía para hacer posible –como constatan los cuadernos que hemos aquí comentado– que la lengua del mudo cante.
[1] Ver: Foucault, M. (1999). Entre filosofía y literatura, p. 343. Barcelona: Ediciones Paidós.
[2] Agamben, G. ¿A quién se dirige la poesía? En: https://infrapolitica.wordpress.com/2015/04/22/a-quien-se-dirige-la-poesia-giorgio-agamben/
[3] Agamben, G. (2016). El fuego y el relato. Madrid: Editorial Sexto Piso.