Por Mario Montalbetti
Estos son tiempos intrigantes y difíciles para el poema. Son tiempos de la expansión global del capitalismo; tiempos de fundamentalismos religiosos, militares, burocráticos; tiempos de gran disparidad y aspereza sociales; y tiempos de poco lenguaje. Y en tales tiempos, el poema.
Les propongo un experimento inicial. Piensen en algo. Por ejemplo, piensen en un perro. Pensar en un perro no es imaginarse un perro. No se imaginen visualmente un perro sino piensen no-visualmente en un perro. ¿Qué es, qué hace, por qué está ahí, dónde está, tiene hambre? Piensen en el perro y comiencen a observar los movimientos de sus propios pensamientos. ¿Qué son esos movimientos? ¿Cómo son? Son palabras, expresiones, oraciones interrumpidas, comienzos tentativos de frases que se convierten en otras frases, fragmentos cortados,…, pero a pesar de toda esa fragmentación nuestro pensamiento logra apuntar en una dirección, en dirección al perro en el que están pensando. Y, al mismo tiempo, este pensamiento que parte del perro comienza a dispararse en diferentes direcciones.
A todo eso podemos llamarlo “pensamiento interior”, las formas inconclusas, inacabadas, interrumpidas que constituyen el trabajo verbal con el que pensamos.
Ahora queremos exteriorizar ese pensamiento, eso que estamos pensando. ¿Qué hacemos? Lo convertimos en oraciones completas, lo des-fragmentizamos, dejamos de lado los falsos comienzos, las interrupciones, las frases cortadas,…, y lo revestimos de orden y le ponemos su bonito traje dominguero.
¿Qué es lo que ha ocurrido? Lo siguiente: en el paso del pensamiento interior a su exteriorización se ha instalado una aduana que se llama la “comunicación”. Esta aduana no permite que el pensamiento interno salga a la calle sin más. Hace tiempo dije que la comunicación era el condón del lenguaje 2 (“safe language”). Se trata exactamente de eso. Así como no podemos salir del país sin pasar por Migraciones tampoco podemos salir de nosotros mismos sin pasar por Comunicación. Y así como Migraciones es un brazo del Estado, Comunicación también lo es, un brazo del orden establecido, de las Academias, del Poder, de la Ley, de la figura del Padre, en fin, de lo que Lacan llamó el gran Otro.
Bueno, el poema es eso: es el intento de salir de nosotros mismos sin pasar por el condón de seguridad que impone la comunicación (y los poderes detrás de ella).
Puedo escuchar las protestas inmediatas. “Pero el poema comunica”. Sí, lo hace, pero lo que comunica es otra cosa que el resultado de las frases bien hechecitas y completas, otra cosa que la seguridad de un significado que se entiende bien. El poema comunica pensamiento interno y pensamiento no es conocimiento. Eso es lo que el poema “comunica”: no conocimiento sino una forma de pensar sin condón, sin aduana, tratando de salir de nosotros mismos sin una instancia burocrática de por medio y sin un Padre vigilante detrás.
En efecto, los poetas, no sabemos nada—pero pensamos de puta madre.
Bueno, a veces lo hacemos. No todo lo que pasa por poema es poema en este sentido que estamos discutiendo, es decir, como exteriorización libre del pensamiento interno. La mayoría de lo que pasa por poema simplemente engorda esa bestia burocrática que denominamos “la literatura”. La misión del poema es no ser parte de “la literatura”. En algún momento me voy a arrepentir de lo que voy a decir pero no todo Vallejo es bueno, no todo Vallejo es poema. Y en el caso de cualquiera de nosotros mortales muy poco de lo que hacemos es poema.
Y es aquí que entra a estas consideraciones el libro de Santiago, El libro de las opiniones, y por eso creo que es importante, porque alcanza a pensar, a zafarse de “la literatura”, porque logra sacar el pensamiento sin pasar por el control de aduana.
Hablo del libro de Santiago como poema (o si prefieren, como poema compuesto de poemas) pero supongo que algunos de ustedes sospecharán que el libro de Santiago es más bien prosa, que como no está todo cortadito en versos se trata de prosa o tal vez de esa criatura bochornosa que llaman “prosa poética”. Bueno, no lo es. Hay evidencias importantes.
Una de las cosas que distingue al poema de la prosa y en la que se repara muy poco es el uso de los nombres propios. Para la prosa el nombre propio es indispensable porque es a partir del nombre propio que se arma una historia que contar. No hay Moby Dick sin Ahab, ni Cien Años de Soledad sin Buendía, ni Quijote sin Quijote. Para el poema el nombre propio es irrelevante. Sí, se puede usar y se usan, pero es irrelevante. El poema se construye con nombres comunes porque son con nombres comunes que pensamos; se construye con nombres comunes porque no hay propiamente “una historia que contar”.
Más evidencia: la verdad de la prosa se logra mediante dos mecanismos conocidos: por correspondencia con los hechos (la no-ficción aristotélica) o por correspondencia con eso que llaman “coherencia interna” (en la ficción o en ese otro invento comercial llamado “auto-ficción”). Nada de eso ocurre con el poema. La verdad del poema se establece por correspondencia a una falta, a una ausencia (no física sino estructural).
Hay un jueguito que ya ha desaparecido creo y que es un cuadrado con una serie de cuadraditos dentro que movemos para formar una figura o una secuencia ordenada de números. El juego funciona porque hay un espacio en blanco que permite el movimiento de los cuadraditos. Así es el poema: la verdad del poema es la “correspondencia” entre lo que decimos (los cuadraditos) y el espacio en blanco que permite decir lo que decimos. Todo esto puede sonar muy derrideano, pero qué le voy a hacer.
En la página 36 de El libro de las opiniones hay un buen ejemplo de lo que digo. Escribe Santiago, “Afuera el día está soleado, y adentro, yo escribo que el día está soleado”. Pero la trampa está en considerar la frase como un caso más de la verdad descomillada de Tarski (“la nieve es blanca” si y solo si la nieve es blanca) cuando en verdad se trata de todo lo contrario, porque adentro y afuera tienen toda la inestabilidad del clima limeño en verano. Más bien, dice Santiago: “mi situación se refleja en la misma pantalla en la que doy cuenta de esta pantalla” que se puede traducir sin problemas como la vieja paradoja metalingüística de que el lenguaje con el que doy cuenta del lenguaje es uno y el mismo.
El libro de Santiago es pues poema en todos estos sentidos: pensamiento, nombre común, verdad en relación a una falta. Y al mismo tiempo es, casi, un tratado de retórica filosófica. Por ejemplo, al inicio de ese maravilloso fragmento que aparece en la p26 se indica “Encima de todas las cosas hay una pluma”. Pero si leen todo el pasaje, “pluma” es perfectamente intercambiable por “palabra” y el fragmento deviene rápidamente lingüística por otros medios.
Las reflexiones y los análisis de El libro de las opiniones están concentrados en este adentro/afuera del pensamiento interno y de su paso a la expresión sin mediar la aduana comunicativa. Por ejemplo, “Lo memorable no está en el significado ni en la forma, sino en el simple hecho de haber comenzado, y por eso digo que ningún comienzo se explicaría en función de aquello que antecede” (p40). La violencia del comienzo, del origen, del inicio de cualquier cosa, el comienzo del Universo o del poema, supone un acto de violencia extrema sin antecedente. Pero la violencia del inicio sólo se explica después; y se explica en el hecho de que una vez comenzado ya no hay forma de salir de lo comenzado.
Tres citas más del libro para apoyar esto.
(p.58) “Me cuento que no hay salida, que ni por la trasera ni por la fachada…” Es decir, ni por el comienzo ni por el final.
(p.88) “Me siento como intermediario” Es decir en medio de, sin comienzo ni fin, in medias res.
(p.89) : “Yo me estoy equidistante por ambos lados”.
Hay un libro muy inteligente ante nosotros. Un libro que exige leerse con ese mismo pensamiento sin aduana para poder apreciarlo cabalmente.
Pero no todo me gusta del libro de Santiago. Digo esto para que no se crea que estoy a sueldo. Objeto, por ejemplo, ese par de páginas de inscripción computacional (p60-1) que constituyen un gesto de arañado del lenguaje que pudo haber estado bien hace 100 años en los tiempos de las vanguardias pero creo que ya no.
Tampoco me gusta el título “El libro de las opiniones”, pero esto es infinitamente más subjetivo. Creo que no me gusta el término “opinión” porque ha sido tomado y usurpado por lenguaje periodístico. Y el periodismo, sabemos, es el mayor enemigo del lenguaje. Los políticos, cuando son distinguibles de los periodistas, entran en segundo lugar pero sólo porque ellos ya no tienen lenguaje. Para el periodismo el lenguaje es una mercancía y ya sabemos que cuando el equivalente universal se vuelve mercancía surge el crédito y todas las burbujas se inflan. Los periodistas inflan el lenguaje y nos hacen creer que hay mucho más lenguaje del que realmente hay.
En verdad hay muy poco lenguaje. Y, el poco que hay, no aparece en los periódicos, ni en internet, ni en la TV, ni en boca de periodistas, sino que asoma en algunos poemas, aunque no en todos, y en boca de poetas. Asoma en aquellos textos que se han liberado de ser parte de “la literatura”, aquella gran masa comercial-burocrática que, por ejemplo, aparece en los suplementos dominicales—celebrando el cumpleaños de Madona al mismo tiempo que elogian el Ulises de Joyce.
No es nada fácil liberarse de toda esta maquinaria. Por eso, me da gusto reconocer que El libro de las opiniones es uno de esos lugares en los que el poema vive, en el que el poema piensa, en el que el pensamiento sin aduanas trata de expresarse, uno de esos pocos lugares de resistencia que nos quedan.