Por Rodrigo Vera
Para comentar este libro voy a aprovechar el hecho de ser un orgulloso amigo de Valeria para tomarme la licencia de cometer dos infidencias, sin su permiso.
La primera: en un chat del 25 de abril a las 12:06 am, le doy mi primera impresión sobre el libro y destaco la coherencia con la que lo ha estructurado. Valeria me desconcierta al confesarme que, por el contrario, ella siente que es la cosa más desordenada que ha hecho en su vida. Dos meses después, en un chat fechado el 5 de junio a las 4:17 pm, mi desconcierto advierte cierta lógica oculta en su respuesta anterior. Le pregunto por el título del libro. Valeria me revela que en su primera versión el libro se llamaba “Mamífera”, pero que le pareció luego asonante; Matrioska, en cambio, lo creyó más adecuado. Yo celebro que no haya quedado el primer título, que me parece malísimo, pero no se lo digo, y me contento de que haya optado por “Matrioska”, que me parece perfecto.
Me es difícil no enlazar la confesión de Valeria respecto al desorden del libro con el impulso errático del primer nombre que le da al texto. Una mamífera parece ser la imagen de una biología incontinente, desbordada, la inmediatez que se advierte detrás del orden societal que nos circunda. Y asimismo, la concordancia entre la idea de ensamblaje que yo destacaba en mi primer comentario y la versión final del título (Matrioska), se me hace bastante evidente. En ambos pares, pulsa una tensión análoga: está la carne, el desarreglo y está la geometría, la estructura. ¿Qué decir de la reproducción humana en ese flujo? ¿Qué decir de la familia como institución social y simbólica? Y quizá aún más importante, ¿qué decir del cuerpo surcado por estas demandas que lo cercan, lo sustentan y lo exceden? Pero vayamos por partes y examinemos el modo en que estas tensiones son discutidas en el libro de Valeria.
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Una matrioska es el nombre que se le da a estas muñecas rusas que representan a una madre cuyo interior alberga a una muñeca idéntica dentro suyo (hija), y esta a su vez a otra, y así en lo sucesivo. El número de matrioskas que contienen a otras puede ser, en principio, indefinido, es decir, lógicamente la serie puede prolongarse hasta el infinito. En la medida en que dejáramos abierta esa posibilidad, veríamos crecer hasta lo inconcebible su volumen exterior en relación inversamente proporcional a los volúmenes que contiene, esto es, mientras más pequeñas son las hijas que acoge más grande es la madre que las alberga. Así, con esta tendencia al infinito a cuestas podríamos imaginar la primera y la última pieza de la matrioska.
La primera es la de una madre absoluta de magnitud inconmensurable, una madre que no es hija de nadie por lo cual es ella misma la que se otorga su existencia. En el último eslabón de descendencia tendríamos, en cambio, una hija-átomo, una hija que no es madre de ninguna, llena solo de sí misma, tan indivisible como improlongable. Una única condición asegura el cese de este movimiento al infinito. En el contexto de una serie en la que el interior de cada matrioska es hueco y por eso puede encajar otro volumen dentro suyo, lo único que interrumpe la serie es la aparición de un volumen consistente, sólido por dentro. Esta alteridad de lo lleno es, sin embargo, lo que hace que la matrioska sea finalmente una estructura cerrada que deviene objeto (souvenir), no mera idea abstracta que flota en la imaginación.
En el mito de la matrioska inspirado en un relato del poeta búlgaro Dimiter Inkiow, esta alteridad de lo lleno está asociada a la figura masculina, lo que interrumpe la serie de sucesivos encajamientos. Está Matrioska que se siente sola y le expresa a Sergei, el carpintero que la había creado, su deseo de tener una hija para sentirse menos sola. Este concede su deseo, extrae madera de su interior y modela a Trioska. A Trioska le invade a su vez el instinto materno y replica el deseo de su madre. Sergei le hacer nacer una hijita y la llama Oska. Finalmente, el apetito de descendencia y compañía se prolonga también en Oska, pero el carpintero constata que quedaba muy poca madera dentro de ella, de manera que concluye tallar un muñeco diminuto -al que bautiza Ka- con bigotes, lo pone frente al espejo y le dice: “eres un hombre, no puedes tener hijos”. Entonces, mete a Ka dentro de Oska. A Oska dentro de Trioska y a Trioska dentro de Matrioska. Un día, cuenta la historia, Matrioska desaparece con toda su familia dentro y deja a Serguei desolado.
El libro de Valeria abre por las vísceras esta estructura jerarquizada que nos presenta el poeta búlgaro para ofrecernos una aguda reflexión sobre las relaciones humanas dentro del seno familiar y el modo en que el descubrimiento de la sexualidad y el lenguaje remecen este orden y al mismo tiempo lo aseguran.
Lo primero es el desmontaje de la idea de familia como estructura social. Si atendemos a las dos primeras partes del poemario (“Siamesa” y “Simbiosis”), el orden o encaje entre los volúmenes que conforman una matrioska no parece aquí algo figurado de antemano. Esta deconstrucción de la familia en tanto institución simbólica remueve, en primer término, el imperativo moral que promueve su cohesión como base del contrato social. El primer efecto de ello tiene una textura plástica, lo que pone en evidencia cierto desarreglo primario que atraviesa este orden: “las familias numerosas son conjunto de piedras /amontonadas / dispares /unidas en calidad de objetos/ enmohecidos / encallados”. Se trata de cuerpos sin contornos definidos y sin un lugar fijo que los cobije. Cuerpos desgarrados por una cópula traumática, abandonados al fragor de su sexualidad, reducidos a su desnudez orgánica, cuerpos que se imponen el imperativo de unirse, pero sin saber bien cómo. En ese rango, la biología se impone: “Tejido muscular / tejido adiposo” (13), “blanda carne de ganado” (13)
Visto así, la pregunta no es entonces cómo encajan los roles en una familia, sino cómo encajan los cuerpos. “Ausentes de cláusulas y legalidad de por medio” (17), al cuerpo no le antecede ningún orden tutelar. Lejos aún de roles y de convenciones, los cuerpos arañan esa ficción y la intuyen quizá necesaria: “remordimiento contractual en el abdomen” (17) “excava alacrán en mi diafragma / buscando la voz de su madre” (19) “robusta idea del órgano sexual / robusta idea de la filiación / robusta idea del pudor” / desliza entre mi biología / robusta idea de la maternidad” (21.)
En términos estructurales, ¿qué decir de estos cuerpos respecto a su volumetría interna? Recordemos que en la matrioska tradicional todos los cuerpos están huecos, menos el último, que es el que impide la prolongación infinita de la reproducción. ¿Qué ocurre en este caso?
La pregunta nos reenvía hacía el título del primer apartado: “Siamesa”. ¿Son los cuerpos siameses cuerpos huecos? La primera imagen que nos ofrece Valeria de la matrioska es la de una anomalía biológica. Se sugiere aquí la idea de un ensamblaje de los cuerpos pero esta aparece perturbada, una manera de estar juntos demasiado física como para realmente estarlo. La imposibilidad de un encaje efectivo tiene que ver aquí con que se trata de volumetrías sólidas por dentro, cuerpos demasiado embebidos de sí, en los que no cabe nada dentro suyo, salvo ellos mismos. El ensamblaje entre un cuerpo lleno junto a otro de igual factura solo puede obtenerse por fuerza, por presión, no como efecto de una articulación geométrica, digamos, más coherente. Cuerpos pegosteados antes que sintetizados en una trama que reconcilia su alteridad. La fricción es aquí su elemento, no el encaje.
Ello, en efecto, corresponde con el primer gesto de desmontaje de la matrioska al que hacía referencia hace un momento. Una estructura devuelta a su grado cero en la que pululan organismos que tientan, aún con torpeza, el acto de estar juntos. Podemos hablar aquí también, y apuntando en dirección al segundo y tercer apartado, de cuerpos pre-socializados. Un cuerpo pre-socializado es de hecho un cuerpo lleno, poseído de sí. O al revés: socializar es desposeerse. Y ello trae consigo un desgarro, un ahuecamiento, un vaciamiento biológico al que le prosigue un relleno social y simbólico.
Podríamos decir entonces que en la matrioska de Valeria las piezas están llenas en primera instancia. De ello emerge un dolor. Pero en ese dolor pulsa la promesa de un desposeerse (socializarse), un deshabitarse sobre el que se van fraguando los primeros hilos de una trama familiar. Lo que en “Siamesa” se revelaba como un “remordimiento contractual en el abdomen”, en “Simbiosis” y en “Matrioska” va encontrando su forma fuera de él: “crecimos fuera del vientre /y creo que ese ha sido / de toda la historia mundial / nuestro más grande triunfo” (37). El cuerpo se ahueca para encajar en roles que lo involucran con una estructura familiar que excede la filiación biológica para operar en un sentido dialéctico: “Ser hija única y luego no serlo / Ser hija de un marino y luego de un jubilado / menstruar a los nueve años / y no entenderlo hasta los once /Odiar el tamaño de tus senos y luego ya no/ Odiar a tu madre y luego / amar a un marino que ama el tamaño de tus senos” (31).
La imagen de una “Simbiosis” naturaliza la anomalía de “Siamesa”. El cuerpo sigue siendo biología, pero ha descubierta ángulos, perímetros, aristas, desde donde encallar fuera de sí. De ahí la imagen recurrente de la mudanza, el desplazamiento, la enfermedad y el ocio en el que madre e hija se trenzan los cabellos mientras mascan sus propios vacíos, las grandes metrópolis con tendencia a la expansión desigual de sus fronteras, la complejidad de la vida social en suma.
En el último apartado, “Matrioska”, la familia aparece como una máquina que se mira en proyección pasada y futura. La inmediatez del presente se ha abandonado porque el cuerpo biológico se ha tornado ya insuficiente, se ha ahuecado en definitiva. Están los otros que se adentran en ella como efecto de un cuerpo que crece, toma de distancia, deviene autoconciencia de los roles y juega el juego del encaje. La tensión entre madre e hija, se distiende por ejemplo, al intercambiar los papeles de la escena y al añadir otros: “un hilo rojo sobre un hilo rojo: la madre de mi madre / y mi madre / que es hija mía.” (62). Finalmente, la imagen más saltante de la autoconciencia en este orden es la de la muerte que irrumpe como amenaza inexorable. En la llanura del hábito y la costumbre, en donde en efecto “el relato es continuo/ monótono / las mismas palabras se repiten en esta mesa / el clima está bueno / nada que contar.” (55), el gusano de la muerte de alguien irrumpe las conversaciones, “desmantela el orden de estos días” (63).
Así, sí un exceso de vida figura un volumen lleno, demasiado embebido de sí, la muerte, que nunca es excesiva, reabre el hueco societal, perturba el orden de los roles y agujera a la matrioska desde adentro. “La muerte de alguien / como la muerte de una estirpe entera” (57). La matrioska se sabe así abierta.
Ni lo lleno, ni lo hueco son excepciones en este contundente libro de Valeria. Quizá esa puede ser la principal virtud de la matrioska que modela: hacer emerger una estructura finalmente afectiva, un armazón que siente, y en cuyo interior alberga no un volumen idéntico a sí mismo, sino la idéntica posibilidad de ahuecarse o de llenarse, no se sabe bien de qué, pero esa posibilidad sucede en la misma proporción. Así se hace volumen en el poema, me digo, y más aún, sucede así también en el lenguaje, de cuya importancia en el libro de Valeria casi no he hablado aquí. Pido perdón por eso. Y saludo a Valeria por obligarme al desvío. Gracias.