Por Santiago Vera
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Recuerdo que hace unos días me puse escuchar el streaming de la presentación del nuevo libro de Mario Montalbetti, Notas para un seminario sobre Foucault. Casi al cierre de esta suerte de clases de lingüística en las que suelen derivar sus presentaciones, una señora del público le preguntó acerca del lugar que ocupa la oralidad en su escritura. La respuesta que dio Montalbetti fue casi recitativa: sugirió, en un par de trazos medio al vuelo, que para él la escritura era previa a la oralidad, que la oralidad era una suerte de subproducto de lo escritura.
No es la intención ahondar en el sentido un tanto hermético de esta respuesta. Solo diré que me dejó pensando. Y más porque vino precedida por algo parecido a un alegato a favor de lo que él llamó la “ceguera del lenguaje” y que le valió, en el otro extremo, para despacharse esta vez en tono de diatriba contra el cine y la novela: géneros, para él, insoportablemente visuales.
Digo que la respuesta me dejó pensando porque, una vez armado el rompecabezas, uno podría derivar el que la escritura, precisamente esa parte del lenguaje que podemos ver, es ciega; mientras que lo oral, aquella otra de la que nada vemos, es, paradójicamente, visual. No digo que Montalbetti haya afirmado eso, pero no deja de ser una idea interesante a fin de rastrear algunas de sus resonancias (invisibles) o huellas (visibles) en el Vox Horrísona de Luis Hernández (Luchito para los amigos). Por supuesto que partir de Montalbetti para llegar a Hernández es casi tan antojadizo cómo pretender encontrar alguna similitud en las poéticas de dos autores tan diametralmente distintos, pero quiero pensar que la distancia entre ambos es tan grande, que la arbitrariedad inicial deviene experimento, juego, algo que seguramente Hernández aplaudiría con un cierto gesto de condescendencia.
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Para seguirle el rastro a esta intuición (una oralidad visual en Hernández) quizá un buen punto de partida sea atender al título. Cuenta Nicolás Yerovi que, al consultarle al respecto, el poeta no se lo pensó dos veces: Vox Horrísona. Noten el gesto. Una voz, la palabra en el aire, tan efímera como inmaterial, traducida al peso de una lengua colmada de historia. Y junto a ella “horrísona”, un adjetivo con el aspecto orientado en camino a la sofisticación culterana del latín, pero de signo inverso en cuanto a su significado. Es este espacio híbrido que comporta el título el que señala la ruta.
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Si imaginamos la razón por la cual aprendemos a escribir después de hablar no resulta nada extraña la idea de que la experiencia de la escritura parecería comportar un mayor grado de mediación técnica a comparación de la experiencia de la voz, más inmediata y cercana al pulso de las cosas.
Esta es, por supuesto, una idea medio elemental, pero no deja de ser estimulante para pensarla en clave de lo que está en juego cuando planteamos la relación entre la poesía y eso que solemos llamar “Cultura”. Al menos hacia esta parte del globo, términos como “cultura” o “culto” administran el triunfo histórico de la escritura por sobre la oralidad, instituyendo, por ejemplo, las fronteras entre lo refinando y lo prosaico, lo alto y lo bajo en términos espirituales. En esta línea la escritura funciona algo así como el certificado de pertenencia al universo tecnificado de la alta cultura y el latín, por supuesto (precisamente aquella lengua que ya no se habla, pero a la que todavía podemos leer gracias a que la escritura evitó su extinción a lo largo de las generaciones) pertenece al extremo más sofisticado de esta esfera. Del otro lado, la voz (lo oral) sobrevive como el rastro pasado de lo escritural. Un pasado que es, sin embargo, presente, pues a menudo, al asomarse a la superficie, hace visible lo que todo texto en tanto expresión técnica tiene de artificial. De ahí que la conservación de marcas orales en los textos suelan ser interpretados como signos de incultura, el recordatorio de un pasado para la cultura un tanto incómodo de cara a la necesidad de su apariencia mágica, es decir, de autoría anónima y como caída del cielo.
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Volviendo al título, tendríamos entonces el siguiente gesto: por un lado el llano de la voz (oralidad) transpuesta a la mediación culterana del latín, vox (escritura); y del otro, en un movimiento que refuerza esta zona mestiza en que se mueve el título, un adjetivo que lo que tiene de ceremonioso lo encamina en la dirección ascendente de lo escritural, pero cuya semántica (un sonido que perturba por horroroso y molesto) lo perfila más bien en la dirección contraria: la oralidad de la vida prosaica del día a día.
Uno de los poemas del Sol Lila resume en cuatro versos este embrollo:
“Cultivo un género
Que fue descrito
Como un neoclasismo
Hirsuto” (198)
Exactamente ese paraje en que el abismo hirsuto de la voz remonta hacia el parnaso escritural en el que descansan los autores clásicos, y las musas, muertas de pudor, carraspean para al cabo ensayar cánticos de renovado fraseo.
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De imaginar de qué manera esta tensión entre los polos descritos (lo bajo y lo alto, lo oral y lo escrito, la llanura del habla y la gravidez de la letra hecha cultura) produce efectos visuales en la poesía de Hernández, se me ocurre rastrear la intuición en dos niveles.
El primero consistiría en identificar una visibilidad, invisible de facto, pero que perfila el registro de lo coloquial desde un ángulo distinto al usual. Está claro para mí que sería un error leer a Hernández, un germanófilo adorador de viejos clásicos de la poesía europea decimonónica, en la clave de lo que los críticos han solido llamar poesía conversacional. Hernández no es conversacional, al menos no en el sentido de su vertiente más conocida, aquella que va desde el “nescafé” de Cisneros hasta el “aconchesumadramiento” de un Pimentel o el “muchacha palteada por las puras” de un Santivañez. Se trata de otra cosa. Hernández no habla de cafés, sino de gaseosas y cervezas, y el recurso de la jeringoza del barrio no es el de la exploración del habla lumpen o la de la reivindicación de las clases populares (en el sentido de Hora Zero o Kloaka), sino la del clasemediero que le gusta escuchar a Chopin y leer a Byron no menos que correr olas en la herradura o tirarse a ver el mar en barranquito.
Esta cosa pendulante entre lo refinado y lo pedestre recorre sus textos: la magnificencia de Ezra Pound es desmontada alucinando a sus patas del barrio calificando al vate de “viejo che´su madre” (55), y los solemnes laureles de la poesía “se emplean en los poetas”, pero también “en los tallarines” (204). Me parece que es por el lado de esta desacralización de la pompa y la presunción que suele envolver el (¡Oh!) Reino de la poesía, que uno podría hablar de una función visual de la oralidad en Hernández. Quiero decir, las marcas prosaicas de lo oral ventilan el arca hermética de la escritura evidenciando lo que hay de artificioso en ella, sus costuras, y en ese trance la escritura como que se suelta, digamos, se deja estar; acto que por lo demás recuerda aquella risa nietzscheana que suele acompañar los espectáculos de desenmascaramiento (¿el humor hernandiano puede leerse en esta clave?), el ocaso de los ídolos antaño subiditos de peso a causa de haber ocultado su verdadero origen.
De ahí que no sea tanto el pudor de la letra lo que sale a la luz en ese movimiento que la reconduce al llano del habla tal como la ejercen los hermanitos de Jesús María. Tendríamos por un lado ese gesto de pudor de una escritura que, titubeante, deja traslucir su fondo horrísono y que la voz tatúa para sí en una suerte de melodía hirsuta. Pero en Hernández este es más bien como el efecto reflejo de su poesía: el otrora rubor de la desnudez ha pasado a adoptar el aspecto de una expresión resuelta. El habla no es aquí el injerto que exige a la escritura un recorrido traqueteante (neobarroco no es), sino el signo visible de un espacio en que la gravidez de la letra se neutraliza vía la fluidez de la voz en un gesto de naturalidad impecable.
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El segundo nivel toma como punto de partida un dato visible pero no es exclusivamente óptico. Se trata de pensar el sello caligráfico que acompaña buena parte del universo descrito. Cómo seguirle el rastro a este arrebato de abandono de la escritura de libros después de la publicación de Las constelaciones (1965) para avocarse más bien a la aventura caótica de estampar palabras y dibujos en los famosos cuadernos Minerva repartidos luego entre propios y extraños. Pareciera en Hernández un gesto consecuente con el tono de su poesía y que enmarca la atmósfera de una poética propia.
Y sobre este tono uno podría aventurar una entrada: antes que escribir, se diría, Hernández dibuja letras y palabras. Y dibujar letras y palabras no es escribirlas, es algo anterior, es pronunciar con las manos. A varios de nosotros nos debe haber pasado que de niños no sabíamos pronunciar una letra (en mi caso la “r”), entonces nos mandaban a las vacacionales en verano y, a fuerza de algunas semanas de dedicación, adivinábamos por fin ese lugar de contacto en que la lengua y el paladar hacen de la boca un órgano propicio para el habla. Aprendíamos a pronunciar las erres y en algunas casos aclarábamos las eses que gustaban confundirse con las zetas en un gracioso arrebato de homenaje a nuestra madre patria. Pues bien, algo de esta atmósfera de aprendizaje está presente, no solo en los ejercicios caligráficos de Hernández (quizá tan solo la metáfora visual de una poética de mayor alcance), sino que reverberan en el tono en que el yo poético hernandiano se desliza a lo largo de su recorrido. Hernández escribe como quien aprende a hablar, “con letra de primarioso” (177), casi diríamos que su mano vo-ca-li-za una a una las letras que dibuja y la lectura, sometida a la dicción, no puede sino confundirse en un escenario inédito: ese intervalo en que la palabra es tanto un artefacto verbal como un objeto visual, y en el que por tanto uno no sabe si leer, ver, o hacer las dos cosas al mismo tiempo.
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Apolo, el dios griego de la poesía y de la medicina al que Lucho (a estas alturas ya es amigo) tanto veneraba, era también el dios de las distancias, “el que hiere de lejos”. Confieso que Hernández no figura entre mi lista de autores a los que regreso siempre, lo leo de lejos y de hecho podría acusárseme con razón de haber bajado de algún claustro universitario para pretender academizar a un espíritu libre, más bien ligado a la espontaneidad de la vida y el corazón que, según cuentan, no sabe de razones. Pero la poesía tiene estas cosas y Lucho quizá las recibiría de buen ánimo. La distancia suele no ser en la poesía un mero tópico, sino el propio umbral en que se escribe, buscando, la mayoría de las veces con urgencia y desesperación, ese lugar en el que “aquí coincide con ninguna parte”[2]. Esta es pues una lectura hecha a la distancia, solitaria, sin duda, como Lucho, pero no “como aquellos asuntos del amor y de la muerte”, palabras a estas alturas de otro partido.
[1] Estas notas tienen como base un texto preparado para la presentación de la reedición de Vox Horrísona a cargo de la editorial Pesopluma en el marco de la Antifil, celebrada en julio de este año. La excelente labor de edición de Pesopluma merece una mención aparte. Reúne las virtudes propias de un trabajo serio que, no obstante, ha sabido recoger ese espíritu lúdico tan característico de la obra de Hernández. Respira todavía entre sus páginas guiños de la estética original de los cuadernos.
[2] Blanchot, M. El espacio literario, Buenos Aires:Paidos,1942, p.42