Poesía, magnitud: sobre La máquina de hacer poesía de Luis Alberto Castillo

Por Santiago Vera*

Uno de los momentos más instructivos de La máquina de hacer poesía de Luis Alberto Castillo (Chiclayo, 1987) es el análisis que el autor ensaya del célebre poema ‘XIII’ de Trilce de César Vallejo.[1] La inversión en la dirección de la lectura que representa el  “Odumodneurtse” respecto del penúltimo verso ( “Oh estruendo mudo”), neologismo que, a juicio de la crítica más extendida, no comportaría sino “una arbitrariedad gráfica” o una mera “onomatopeya” (40), es interpretada por Castillo en clave materialista. Por materialismo se entiende aquí una atención especial a la “anatomía de la letra” (15), preocupada por problematizar  la dimensión significante de la palabra (la palabra como cosa) antes que su carácter representacional o comunicativo (la palabra como signo de una idea). En un segundo nivel, de corte más marcadamente marxista, materialismo significa la sospecha de que la palabra misma tiene una historia anterior a la Historia. Si decimos aquí historia, en minúscula, y no Historia, no es solo para advertir del carácter tipográfico del análisis que lleva a cabo Castillo, sino a fin de evidenciar que el materialismo como herramienta teórica obedece a una voluntad de devolver al plano de la praxis humana la realidad que a través de los tiempos atribuimos, con mayor o menor conciencia,  a los designios de la Forma. Desde esta óptica, y según un estupendo análisis, antes que responder a los proverbiales “movimientos líricos del alma”, el aspecto invertido del Odumodneurste problematizaría a la palabra como un artefacto técnico articulado al interior de una trama históricamente constituida. Cito al autor en extenso:

“Antes de la creación de la imprenta, e incluso antes de que las superficies de escritura tuvieran un precio accesible, los copistas hacían todo lo posible por introducir la mayor cantidad de palabras en el pergamino, de tal forma que prácticamente no quedaban espacios entre palabra y palabra, con lo cual leer estaba más cerca a descifrar y la lectura quedaba reservada para unos cuantos especialistas. Esta ausencia de espacios entre palabra y palabra (la llamada scriptio continua) hacía del texto algo sumamente ruidoso, ciertamente muy cercano a la expresión oral, de modo que recién hacia los inicios del siglo XI, con la aparición de superficies baratas, se empezaron a introducir los espacios entre palabras, y la lectura se pudo convertir en un acto silencioso e individual, que fue radicalizado con la imprenta. Por otro lado, la lógica de la imprenta antes de la digitalización es la del carácter especulado (es decir, relativo al espejo), de tal forma que, en la composición de las palabras sobre la platina o rama, estas se ‘escriben’ de derecha a izquierda para que puedan aparecer impresas de izquierda a derecha una vez que el ojo del tipo se haya estrellado contra el tímpano que porta el papel. Vemos entonces con mayor claridad la posibilidad de la siguiente operación: al invertir la expresión ‘estruendo mudo’ se está tratando de combatir el carácter especular de la impresión retrotrayéndose a la palabra como la cosa misma que imprime y no como la cosa impresa. Asimismo, al aglutinar la expresión introduce un ruido violento en el poema, evidenciando la paradoja misma del lenguaje impreso, de no ser sino un estruendo mudo en la pasividad insonora de la página”. (41)

Más allá de los detalles técnicos del proceso de impresión, el análisis que acabo de citar dibuja de manera paradigmática el tipo de operación que Castillo ensaya en dirección a una lectura de las condiciones materiales de producción de la poesía peruana del siglo XX.  De la misma forma que la relativa transparencia del “estruendo mudo” es reconducida a una suerte de fondo ilegible (“Odumodneurste”) en el acto de iluminar su hechura técnica, una serie de lugares comunes de la historiografía literaria son sometidos por Castillo a un ejercicio de desmontaje que, a tenor del objeto de análisis, podríamos calificar de “poético” en el sentido original del término. Como poiesis (hacer, obrar), la de Castillo es, pues,  una poética de la historia de la poesía que atiende a ese espacio en que la historia se hace y rehúye a la pereza intelectual que limita el análisis al recuento de lo ya acontecido y organizado según la trama ideológica imperante. Si la historia fuese esa página en que imprimimos las palabras capaces de devolvernos nuestra propia imagen,  la inteligencia de este libro apunta a leer esa página a trasluz: adivina tras el aspecto legible de la palabra impresa la factura ilegible de los tipos inarticulados que la componen.

Es en esta dirección que habría que entender la noción de máquina que atraviesa el libro. Al revés del tópico que advierte en ésta el peligro de un determinismo tecnológico o una fetichización, para el caso, del fenómeno poético, aquí la “máquina” funciona como una suerte de aparato metodológico desmistificante. Así, la máquina no es solo el aparato cuya operatividad Castillo rastrea en la historia de nuestra poesía local, atendiendo como eje central  a la imprenta  y al modo en que esta condiciona las dinámicas de producción, circulación y consumo de la poesía peruana del siglo XX, sino que, en una escala más amplia, es la metáfora resultante de filtrar po(i)eticamente el tiempo histórico de nuestras letras. Y quizá en este gesto radica una de las mayores virtudes del libro: en que habilita un imaginario (“lo maquínico”) y pone a prueba su rendimiento teórico despercudiendo en su recorrido un periodo frecuentemente capturado por imágenes excesivamente húmedas  para un ambiente  crocante.[2]

Un abordaje heredero del formalismo a la que esta hipótesis maquínica se enfrenta tiene por costumbre refugiarse en la dudosa categoría de la calidad como criterio de historización literaria. Quedarán fraguadas en la tradición, imaginan, aquellas obras que en virtud de su calidad sobrevivan al juicio del tiempo. Equiparan el valor de una obra al talento de su artífice, el estilo a un asunto de carácter, repiten cual mantra el estribillo de que en la literatura la cantidad no es sinónimo de calidad, y ese lugar común según el cual forma y contenido en el poema comportan una unidad indisoluble. Este libro no parte de la convicción de que estos tópicos son a priori ingenuos o errados. En cambio, los procesa, por así decirlo, en la máquina que la historia pone en marcha a fin de reevaluar su legitimidad de cara a los contextos y a las condiciones materiales que los someten a evaluación o eventualmente los desmienten. Y es solo después de esa elaboración que resulta legítimo para el historiador extraer algunos diagnósticos.

Hagamos la prueba de contrastar algunos de estos diagnósticos con uno de los tópicos referidos. El tópico es el siguiente:

La poesía, se dice, es un asunto de cualidad, no de cantidad.

Pues bien, a nivel conceptual, una de las hipótesis que pareciera recorrer el libro se sitúa a contracorriente de esta idea. A modo de subtexto se desliza la sospecha de que lo que llamamos cualidad literaria es una suerte de versión ahistórica de la cantidad, como si el viejo divorcio entre la cualidad y el “número” fuese otra de las tantas argucias con las que la forma manda largar su historicidad a la trastienda. Nos topamos a lo largo de estas páginas con todo un catálogo de magnitudes, una serie de pasajes en los que lo cuantitativo despliega su índice estético, político y social en distintos niveles. Identifiquemos unos cuantos:

La cantidad como medida o tamaño: lo que en relación al tamaño de la edición de Minúsculas de González Prada  podría aparentar una apuesta estética a tono con su afán renovador de la literatura de herencia colonial, resulta la expresión de la exigencia material de la diminuta prensa tarjetera de juguete obsequiada por el pensador y su esposa Adriana a su hijo Alfredito. Haciendo un salto, en el caso de la Rama Florida, la imprenta de Javier Sologuren en la que se publicara buena parte de los poemarios más representativos de la generación del 50 y el 60, tenemos el frustrado intento por publicar bajo este sello los Poemas Humanos y España, aparta de mí este Cáliz de Vallejo, debido a no contar “con los tipos móviles suficientes  para componer poemas de versos tan largos” (106). O el caso de Verástegui, que recibiera le negativa por parte de Sologuren de imprimir bajo su sello un libro de 100 o 200 páginas a causa de los límites técnicos de su pequeña imprenta.

La cantidad como masa: lejos del mito romántico del poeta solitario, el libro destaca distintos episodios en que la poesía aparece en el marco de grandes  gestas colectivas de carácter revolucionario. Allí el caso de la publicación póstuma de España… de Vallejo, impresa por los voluntarios de la República en la imprenta clandestina del Ejército del Este (las evidencias apuntan, además, al hecho de que para su impresión se utilizó como materia prima “banderas enemigas, trofeos de guerra y uniformes de soldados italianos y alemanes” [45] en el contexto de la Guerra Civil Española). O el caso de Hora Zero, para quienes la idea de “poema integral” iría de la mano con una suerte de renuncia por parte del poeta a todo “afán personalista” bajo la idea de que solo al confundirse con las masas habría de realizarse el ideal vanguardista de unificar arte y  vida.

La cantidad como velocidad: la “diosa de 3 820 kilos” (53), la Minerva, imprenta puesta en operación por los hermanos Mariátegui, que a través de la fundación de su editorial en 1925 y principalmente por medio de la publicación periódica de la revista Amauta, empezarían a sentar las bases de una dinamización de las relaciones sociales al interior del campo literario en dirección a una nueva etapa del desarrollo cultural del país. La intuición es lúcida: “¿no habrá sido precisamente el motor de la máquina el que impuso un nuevo ritmo y velocidad al pensamiento?” (60). Por otro lado, sostiene el autor que es indispensable atender a la celeridad en la impresión de manifiestos, boletines y revistas que permitían aparatos como el mimeógrafo y posteriormente la imprenta offset para dar cuenta del nivel de repercusión pública que alcanzaron movimientos como Estación Reunida y, principalmente, Hora Zero en los 70s.

Sirva este recuento para problematizar la puesta en diálogo de dos concepciones de la máquina, ya no como índice metodológico (a lo que nos referimos en términos de poética), sino como el conjunto de aparatos que condicionan la praxis poética y sus dinámicas.

Por un lado, los aparatos analizados parecen situarse en la órbita marxista que los concibe en tanto que extensiones de lo humano y, en ese sentido, herramientas o fuerzas productivas a través de las cuales el ser humano habilita sus distintos niveles de agencia. A esta concepción de la máquina correspondería la tesis anunciada en el prólogo según la cual existe una relación entre la apropiación de los medios de reproducción de texto y una exploración en la forma del artefacto poético.  Así, a nivel estético, la máquina es entendida aquí  como un signo del desarrollo de nuestros niveles de agencia relativos a la constitución del campo simbólico. Es este plano en el que circulan las magnitudes descritas más arriba vinculadas al imaginario de la cantidad como el reverso histórico de la cualidad literaria.

Pero hay un segundo nivel de significación de la máquina al que habría que atender, si bien aparece apenas sugerido hacia el final del libro. Se trata todavía de una dimensión técnica de la praxis, pero aquí la técnica excede la noción de herramienta o instrumento y se configura en  un espacio virtual, entendida por Castillo en términos de “desmaterialización” (164). Es de cara a este régimen que la tesis que relaciona la apropiación de los medios de reproducción con una mayor autonomía de la forma poética revela sus  propios límites, pues aquí no es ya el sujeto el que encuentra en la máquina una posibilidad de agencia, sino, como el propio autor señala, es la máquina la que se constituye como una “instancia productora de subjetividades” (174) recreadas y reproducidas, añadiríamos, en el circuito del mercado.

Al arsenal teórico desplegado hasta aquí no le alcanza, pues, para dar cuenta de este nuevo régimen y obliga, entre otros ajustes, a modificar el esquema materialista que descubre tras la cualidad literaria un conjunto de magnitudes social y estéticamente codificadas. El código social de la magnitud que, según veíamos, subyace a dicha cualidad, se diluye en el marco de una época en  la que es la indiferencia del código numérico y no ya el “mundo tecnificado de las cosas” la instancia en que se resuelve lo que nuestras palabras dicen, hacen o deshacen. En un tenue gesto de autocrítica, hacia el final el libro parece reclamar una renovación del marco materialista desplegado hasta aquí de cara a este nuevo escenario. Y esa es quizá la razón por la que el autor suele afirmar que escribió este libro para entender cómo tendría que pensar el siguiente.

 

 

 

* La máquina de hacer poesía: imprenta, producción y reproducción de poesía en el Perú del siglo XX es una publicación del sello editorial Meier Ramirez. Una versión preliminar de este texto fue leída en la presentación del libro en el marco de la 24 Feria internacional del Libro Lima (21/07/19).

 

[1] El poema culmina de la siguiente manera:

“Oh, escándalo de miel de los crepúsculos.

Oh estruendo mudo.

 

Odumodneurtse!”

[2] La imagen altera la frase de Aníbal Quijano, citada por Mirko Lauer en una conversación que hacia el 2009 sostuviera con Marco Aurelio Denegri sobre la vanguardia en el Perú: “el vanguardismo fue un intento de hacer imágenes crocantes en un ambiente húmedo”. Consulta:https://www.youtube.com/watch?v=LmakoVhZd00&t=223s