Por Emilio Lafferranderie
Hacer del mundo una experiencia legible es una de las funciones de la literatura. Discutir ese precepto, tal vez sea el destino del poema. Lo particular reside en cómo asumir ese designio y llegar a elaborar un trazo. La escritura de Rodrigo Vera (Lima, 1987) lo ha encontrado pero no resulta hospitalaria ni pedagógica al respecto: <<Pizco manal en la pudriera del boste/El atromado fundol le acaricia el tuno en voz de toco>>. Empezar un libro con ese par de versos es una declaración bélica de principios que pone a prueba cualquier criterio literario de composición y los hábitos ideológicos del lector (rechazo, llamados al orden). Sin embargo, si uno decide leer (no comprender) ese primer poema de Acajo Mundo se encontrará en un plano que se asemeja a la memoria invertida del lenguaje: una laguna donde la elipsis y el neologismo se enlazan bajo una parca musicalidad. El hecho que los versos se hallen enmarcados entre injustificados signos exclamativos y voluntarias omisiones ortográficas, potencia el rango de incertidumbre y desorientación. En este terreno, no hay pauta para determinar si estamos frente a un simulacro de himno dionisíaco o a un cántico de la desesperanza o a una simple risa agramatical. Al releerlo, nada cambia.
El objetivo se puede resumir así: convertir al poema en una experiencia de lectura imposibilitada de comprenderse por el contexto, cortar las rutas de suministros de significados y producir intervalos verbales aislados. Bajo estas premisas, se alcanza a intuir uno de los corolarios que actualiza el libro: concebir al poema como la escritura no recuperable del (y por) lenguaje. Si bien es cierto que todo ejercicio poético implica una descontextualización de significados, la apuesta de Rodrigo Vera se define en un paso más: impedir al lector recuperar el hilo del orden simbólico. No es un asunto de “cultura literaria” ni alfabetización ni entendimiento: no hay cómo retomarlo. Un imprevisto sentido de igualdad política emerge de esa decisión.
Es evidente que extender esta lógica a todos los versos resultaría insostenible. Un trabajo que se posiciona en este tipo de latitud, exige modular distancias, generar variaciones y aprender a trabajar con el Otro Literario: a veces aproximarse, a veces agujerear su estructura para abrir líneas no identificadas, otras simplemente reescribirlo. Esa oscilación se expresa en las restantes partes del libro y en cómo cada una de ellas establece una coordenada distinta. En la sección titulada Naturaleza in Vortex, los versos alojan preguntas acerca del lazo entre el movimiento, lo externo y el agotamiento: <<Paisaje exacto/Piedra pierde piélago/Pierde piedra/Sangre gusano//El tambor es frío/El aroma es otro>>. En Música Desdentada, todo es anómalo: hay un culteranismo irónico en algunos versos, en otros se disciernen acentos vallejianos (<<el peso/me cuerpa el peso/me cuerpa//Y yo oigo raudo al movimiento/Me disuelvo nudo al hablar>>) y también hay espacio para una sinuosa oda final donde se intercala el habla callejera contemporánea con una lúcida y cómica exégesis sobre el sistema gástrico y las pasiones metabólicas. Con la misma inteligencia metódica, se halla en la sección Embudo Exacto, un desconcertante poema donde las palabras se agrupan para enunciar un erotismo accidentado, una disputa frente al remordimiento y la posibilidad del amor (<<Solo abrocho mi piel al agua que dejaste/Manca/Entre dos ríos>>).
Una de las preguntas que se desprende de esta morada acéfala que es Acajo Mundo, conduce a pensar cómo delimitar una escritura así. Sin duda, la hay. Pero la respuesta no está a nivel de la superficie ni la profundidad: se sitúa entre los versos y la presión del blanco de la página. O como dice el autor, habita en <<El ruido germinal de los afueras>>.