Sobre “Al norte de los ríos del futuro” de Jerónimo Pimentel

Por Santiago Vera

Hay poéticas del viaje y poéticas del puente. En el primer caso resuena el “solo sé de mi paso (…) y de mi zapato” adánico.  También la teoría del poema de M. Montalbetti, que subordina el significado a la viada del sentido. Puesto que el sentido es una suerte de viaje perpetuo que resiste a la tentación de la meta, el impulso de ir predomina sobre la urgencia del llegar, y el lenguaje se siente a gusto en este estado de suspenso.

En las poéticas del puente, en cambio, la partida es inimaginable sin imaginar previamente una llegada. A diferencia del viaje, que configura un espacio de aventura, la poética del puente es siempre una aventura a medias. Lo que hay en Kafka, por ejemplo, no es propiamente una aventura, un viaje, sino el desplazamiento entre los extremos de un puente, extremos que, si bien se ocultan, acosan a K por sus efectos, de forma que el desplazamiento deviene aplazamiento infinito. K nunca sabe si está de ida o de llegada, pero sabe que hay llegada y que hay partida, y esa ansiedad lo atormenta.

Al norte de los ríos del futuro (AUB, 2020) es una aventura a medias; una poética no del viaje, sino del puente. “Llego al abismo y pienso: siempre quise construir un puente, pero no sé cómo”. El libro marca ya desde su título (que refrasea un verso de Celan) un horizonte de llegada. Hay un “norte” en el espacio y un “futuro” en el tiempo. Las múltiples voces consignadas siempre en primera persona (el “Yo místico”, el “Yo ficticio”, el “Yo material”, el “Yo fascista” …) discurren en una suerte de puente que se deshace atraído por la fuerza magnética de un futuro, y en una atmósfera de pesadilla los yos “tienden a caer y consigo cae lo que piensan”.  Sin embargo, y aquí una clave: “el puente no (cae), el puente permanece”.  Pensar en qué consiste y qué implica esa sobrevivencia nos permite asomarnos, creo, a una de las claves del libro.

Asistimos, por un lado, a ese proceso de derrumbamiento de la conciencia en su trayecto a un futuro distópico. El psicoanálisis enseña que, tras semejante desplome, lo que suele quedar al desnudo es el inconsciente estructurado como lenguaje. Cuando están bien hechas, las poéticas del viaje sondean esa estructura sin naufragar en ella. En las poéticas del puente, el lenguaje nunca es solo lenguaje. Lo que impide que en este libro el lenguaje sea solo lenguaje (el mero viaje del sentido, la sensualidad del ir liberado de la tentativa del puerto…) es que, tras la caída del yo consciente, el puente, repito, permanece. Es entonces dicha permanencia la que impide caer al lenguaje en “un mero flujo continuo”. Se imprime en ese flujo estacas que lo vertebran (“mi sueño me lleva a un campo de estacas”) y el lenguaje se exige a sí “una constante”, un “Contraorden”, un límite interno. Asumida esta exigencia, el lenguaje que no es solo lenguaje se desliza al interior de un marco: circula “desde un No sé dónde a Cualquier lugar”. El marco en sí mismo es invisible, pero, como en Kafka, gravita al interior del escenario cuyos límites custodia.

Noten que en la expresión de arriba el “desde” y el “a / hacia” permanecen marcados a pesar de que no sepamos el lugar al que refieren de facto. Y esto es en parte lo que hace compleja la lectura de este libro, pues ese “Desde” y ese “Hacia” (vigas extremas del puente) constantemente alternan entre sí y se superponen. Alternan en el espacio y alternan en el tiempo.

En el espacio oscilan entre Lima-Perú y el espacio cósmico. Cuando se nos habla desde Lima la voz adquiere cierto lirismo urbano: hay putas, vagos mal afeitados, comisarios gordos. Pero desde ya se prefiguran animales en el firmamento (un tiburón, un buey, un pez-gato) y esa imaginación delirante poco a poco engulle a Lima en un espacio otro. En adelante, un “astronauta peruano” flota en el Arriba – espacio cósmico, pero permanece atado al Abajo – Lima, quizá debido al recuerdo de un amor, al que se evoca entretanto. En el poema 14 se dice: “Atravieso las bajas alturas de Lima y recuerdo”. Es desde esa tensión (bajo – altura) que las evocaciones del astronauta se suceden.

En lo personal, más interesante se me hace la alternancia en el tiempo. Hay como mínimo tres narradores en fricción constante. El primero es un testigo que registra, en presente, “lo que ve, mientras la realidad se deshace”. El segundo es un cronista, “a quien se le ha relatado el orden anterior”, y narra en retrospectiva, esto es, narra desde el futuro (siglo XXIII), una vez consumados ya los hechos que documenta. Cada vez que el primer testigo cree registrar un hecho y fija su sentido para sí, es obligado luego a desdecirse, pues el cronista, que sabe “del orden anterior”, le asigna a esa experiencia su lugar correspondiente. Una suerte de metacronista es el tercer narrador, y sospechamos de su existencia pues al cronista “se le ha relatado el orden”.  Nada impide entonces la sospecha de que este tercer cronista está, a su vez, subordinado a un cuarto, que a su vez “le ha relatado el orden” al tercero, y este cuarto a un quinto, y así ad infinitum. En el poema 17 se dice: “camino en línea / detrás del bucle / hacia el bucle”. Estos bucles borgianos son los ríos del futuro que engullen todo a su paso y frente al cual ningún arraigo sobrevive.

Pimentel ensaya una lectura política de este bucle, y exhibe así uno de los puntos que considero más notables de su poética. Son los momentos de condensación del flujo que según sugeríamos caracterizan a las poéticas del puente: “el singular exige respeto a su otredad pero el genérico gobierna”. Se impone un “Yo totalitario” que “instala un régimen fascista” en las voces de la alteridad y busca desesperadamente un “Núcleo” capaz de poner freno al bucle infinito del futuro.

Estos pasajes que Pimentel llama fascistas son, creo, los momentos ahistóricos del libro, y por eso a nivel espacial parecen emplazarse fuera del tiempo, en juntas burócratas de Comités que asemejan un foro futurista de dioses griegos. Operando como neutralizadores de la fuerza aplacadora del río del futuro, son también a su manera el modo en que el lenguaje se resiste a la tentativa del viaje indefinido y pugna por sobrevivir en la escala del puente. Decíamos de esta última: zonas en que el lenguaje no es solo lenguaje, y los espasmos narrativos que aquí relucen con autoridad, me parece que apuntan en esta dirección.

El gráfico triangular de la portada, que asemeja una aguja magnética, merecería todo un desarrollo aparte. Captura algo de las coordenadas del complejo espacio temporal que he intentado delinear aquí. La palabra “Norte” en el título no sería más que una palabra si no fuera porque la aguja magnética apunta directamente a ella: “Norte”, así, está en el norte; dice y es también lo que dice. En el mismo registro, la palabra “Futuro” coincide en su ubicación con el vértice opuesto de la aguja, que apunta hacia adelante y reserva un lugar físico al futuro, inscrito, paradójicamente, en el polo contrario al norte.

Esta paradoja que contraviene nuestros hábitos de imaginación espacial del tiempo (la costumbre que por ejemplo nos hace decir que una vida sin planes a futuro es una vida sin norte…) no es sino la interpretación visual de ese borramiento de las coordenadas habituales del espacio-tiempo de la lengua que este libro expone verbalmente, y ese es un mérito del buen ojo del Álbum del Universo Bakterial de Arturo Higa.

Al Norte de los ríos del futuro es, pues, un libro inteligente; no todo buen libro lo es, o al menos no siempre es ese su sello, y por supuesto no todo libro inteligente es un buen libro. La buena poesía inteligente suele ser un bien escaso, y constatar que aquí estamos frente a uno entusiasma.