Una al mes (Bisagra): en torno a las esculturas subterráneas de J.E Eielson (1966 – 69)

Por Luis Alberto Castillo


Hace algunas semanas se presentó una mesa sobre las Esculturas Subterráneas de Jorge Eduardo Eielson en el espacio cultural Bisagra (como parte de su programa “Una al mes”). Se trata de un conjunto de esculturas que el autor habría supuestamente enterrado en distintas ciudades del mundo (Roma, Nueva York, París, Lima y Stuttgart) y que habrían de “inaugurarse” en simultáneo el 16 de diciembre de 1969. Los ponentes fueron la artista Luz María Bedoya y los investigadores Rodrigo Vera y Luis Alvarado. La conversación se extendió hasta casi tres horas y media, por lo que me pareció pertinente escribir unas cuantas anotaciones (sin pretender hacer un resumen de lo expuesto) sobre tantas cosas que se dijeron en torno a un solo proyecto, sin llegar a agotarlo.

Escultura horripilante

Escultura horripilante

Luz María Bedoya empezó presentando una suerte de constelación (emulando el gesto del propio Eielson en uno de los números de Hueso Húmero) en la que ubicaba cada uno de los puntos que consideraba fundamentales para aproximarse a las esculturas: la utopía, lo inconsumible, el hiperespacio, lo invisible, la simultaneidad (o la abolición del tiempo), lo secreto, lo contingente, etc. Y luego, supongo que en un intento de rehuirle a las interpretaciones, hizo un recuento de todas las ocasiones en las que el propio Eielson se había referido a las esculturas, evidenciando la multiplicidad de lecturas que hacía de su propia obra y su malestar con respecto a que el único lugar donde no se llevó a cabo la “inauguración” fue en la ciudad Lima, debido, seguramente, a que el  soso ambiente limeño pensaba que el asunto no se trataba más que de un capricho de poeta. Quizá una de las citas más interesante fue aquella en la que Eielson sostenía la necesidad de introducir estas esculturas así se tratasen solo de una idea, lo cual no debiera hacernos pensar necesariamente en una apuesta por lo inmaterial, sino en la posibilidad de realización de una suerte de física del pensamiento, presente desde hace algún tiempo atrás en la obra de Eielson como en aquella “Estatua de un pensamiento convertido en esfera” del poemario “Canto visible”.

Estatua de un pensamiento convertido en esfera

Lo siguiente en su exposición sería lo más valioso. A través de mapas, tomas satelitales de google earth y fotografías, la artista trató de ubicar geográficamente los posibles lugares donde estarían enterradas las esculturas. A estas tomas las acompañaban pequeñas explicaciones en las que Bedoya trataba de anudar el espacio elegido con el contexto, de modo que, en el esfuerzo de tocar lo real, la idea más que terminar por hacerse cosa, acababa transformándose en acontecimiento. Esta última parte fue, sin duda, la que más despertó la imaginación y quisiera volver sobre unos de los puntos de la constelación inicial, en el que se hacía referencia a la simultaneidad o la abolición del tiempo. Se ha hablado muchas veces de las relaciones de Eielson con la cibernética (de hecho agregaría este punto a la constelación) y el ejercicio de Bedoya nos revela claramente la nueva sensibilidad de la obra eielsoniana. En un escenario político en el que primaba la carrera espacial, Eielson decide volver a los reinos subterráneos  que son los que, como él mismo dice, “terminarán por prevalecer sobre las trivialidades y los inútiles devaneos de la superficie.” Es cierto que Eielson envió una propuesta a la NASA para mandar junto al Apolo 11 una de sus esculturas, pero acaso solo para constatar las distancias astronómicas entre el poder y el arte (lo cual queda perfectamente retratado en la pragmática carta de rechazo que recibió del director general de la misión lunar). De ahí que insista en que los reinos subterráneos son verdaderos y nuestros y que en el futuro la poesía será subterránea o no será.

Por otro lado, la pretensión de inaugurar las 5 esculturas a la vez en 5 ciudades distintas responde a una sensibilidad que ya vislumbra la posibilidad de un espacio virtual compartido en donde el tiempo queda abolido al interior de la lógica del real time, es decir,  de la simultaneidad contemporánea que destruye la noción de distancia. Asimismo, creo que resulta importante prestar mayor atención a la cibernética como ciencia de los mecanismos de control de sistemas complejos: en más de una escultura, especialmente en la escultura horripilante colocada 17 metros debajo de la plaza de armas de Lima, tenemos sistemas autorregulados con mecanismos de retroalimentación que imitan la vida y que parecieran dar una nueva imagen de la obra/máquina de arte[1]. Finalmente, las tomas satelitales que utilizó Bedoya me hicieron recordar a alguna vez en que me perdí en google earth buscando un pueblito de la costa norte y en la que después de varios minutos de recorrer kilómetros de desierto y mar me di cuenta – quizá a la manera de una alucinación – de que el paisaje que me mostraba el satélite era muy parecido, o al menos respondía a la misma “sensibilidad satelital”, que aquellos “espacios virtuales” que desarrollara Eielson en sus “Paisajes infinitos”.[2]

Paisajes de google earth

Paisaje infinito de google earth (26/12/2013)

Cuando terminó Luz María ya había pasado más de una hora y era el turno de Rodrigo Vera. Su ponencia llevaba por título “El papel y la utopía en el arte no objetual de Jorge Eduardo Eielson. El caso de las esculturas subterráneas (1966-69)”. Su lectura estaba circunscrita al terreno de la interpretación de las esculturas – particularmente de la escultura horripilante de Lima – y en la introducción de las mismas al interior de la historia del arte local. Esto último hizo que la comprensión de su análisis se me haga difícil, ya que había toda una serie de conceptos de la teoría del arte que estaban presupuestos. Pero si algo aparecía como central en la propuesta de Rodrigo era el intento de realizar una reflexión en torno a los alcances políticos de la obra a partir de la confrontación de dos polaridades cuya posibilidad de comunión señala precisamente un no-lugar, una utopía. Tales polaridades son las de lo público-urbano y lo subterráneo.

Si bien es cierto que el mismo Eielson llamó en alguna ocasión a este conjunto de obras “Esculturas para leer”, la crítica literaria se ha mostrado incapaz de realizar una lectura de las mismas. De ahí que Rodrigo circunscriba las obras al interior del no-objetualismo, término que designa un tipo de arte sin objeto representado – rastreable en el arte local de las décadas de los 60s y 70s –, cuyo valor se encuentra propiamente en su conceptualización, registro o procedimientos. Este tipo de arte, sin duda, roza la utopía a la manera de un itinerario de realización de lo imposible y, de alguna u otra manera y por cierto tiempo, le hace frente al fetichismo del objeto artístico convertido en una jugosa mercancía. Pero la propuesta iba todavía más allá a partir de la concepción de una suerte de no-objetualismo de papel en la medida en que este, como soporte de inscripción, supone el terreno de la que podría llegar a ser la más impotente virtualidad (quizá a la manera de la ley escrita enfrentada a su no aplicabilidad o la del plano frente a su irrealización futura). Precisamente, como decía Rodrigo en tono tercermundista, la imaginación política es siempre de papel.

En el fondo, creo que a lo que se refería Rodrigo es a que siendo las Esculturas subterráneas un proyecto utópico sostenido en el lenguaje, el papel (que es lo único que propiamente tenemos y que se trataba de un papel especial y con un color específico para cada una de las esculturas[3] que al juntarse habrían de devenir en una suerte de libro-objeto) toma la forma del campo de lo no consumado en donde se depositan todas nuestras expectativas y ansiedades. Sin embargo, Rodrigo insistía en que esta dimensión del papel es muy similar al carácter potencial de lo subterráneo, con lo cual me hizo acordar a aquella frase acaso hoy inconcebible, pero muy popular hace algunos años atrás, según la cual el Perú es un mendigo sentado en un banco de oro. De ahí que en el Perú tanto el papel como los reinos subterráneos (es decir, todo nuestro pasado arqueológico) suelan ser la expresión más nefasta de una promesa incumplida. Es esta la condición que sintetiza la escultura horripilante eligiendo como locación el subsuelo mismo del centro de poder y administración pública del país (la Plaza de Armas asediada por el Palacio de Gobierno, la Municipalidad de Lima y la Catedral) y haciendo uso deliberado de una jerga burocrática y legalista para consignar detalladamente sus materiales y funcionamiento. Lo que tenemos entonces es, por un lado, el terreno de lo público incapaz de conciliarse con el subterráneo y, por el otro, el horizonte del proyecto (u ordenanza) que no tiene lugar, que solo subsiste bajo la forma de la utopía.

Cuando terminó Rodrigo ya habían pasado más de dos horas y recién era el turno de Luis Alvarado. Si bien el cansancio y el calor también me traicionaron (algunos ya se empezaban a ir cansados pero satisfechos) hay dos cosas que me llamaron la atención de su exposición, más allá de que lo suyo no trató específicamente de la Esculturas subterráneas, sino que se concentró en la relaciones de Eielson con la música experimental.

Lo primero fue la mención del concierto que Eielson planeó para las Olimpiadas de Munich, pero que debido a los ataques terroristas no pudo llevarse a cabo (acaso una muestra más de esas distancias insalvables entre el poder y el arte). El concierto tendría por título Urbi et Orbis, fórmula que significa “a la ciudad y al mundo” y que hace referencia a la bendición que hace el papa desde el balcón central de la basílica de San Pedro tan solo dos veces en el año: domingo de Pascua y navidad (esta bendición se transmite en vivo al mundo entero creando una suerte de oración coral y supone la creencia de que la redención puede alcanzarnos incluso a través de los medios de comunicación masiva). Este singular concierto tendría lugar en diez ciudades en simultáneo (un pianista en Londres, un saxofonista en Nueva York, un baterista en Río, etc.) y cada pieza llegaría a un laboratorio electrónico en Roma en donde otro grupo de músicos realizaría una mezcla del material sonoro, de tal forma que a través de la música se produciría una suerte de comunión universal entre los hombres. Aquí Luis retomaría el punto de la constelación de Luz María relacionado con la simultaneidad o la abolición del tiempo, a partir, más que de la superación de las distancias, de la creación de una experiencia geográfica expandida en la que el escenario del concierto es precisamente el mundo entero.

Lo segundo que me llamó la atención fue una contundente afirmación con la que Luis terminó su exposición, según la cual el gran aporte de Eielson a la poesía sonora ha sido la creación de un intersticio entre poesía y pintura. Para sustentarlo, Luis hizo referencia a las estructurales verbales o audiopinturas que realizara el poeta y de las cuales nos ha quedado solo aquella denominada “Azul” en la que se repiten una y otra vez cuatro palabras (“rojo”, “verde”, “amarillo” y “azul”), cada una en un tono distinto, produciendo una suerte de efecto sinestésico que hace del color una experiencia auditiva y de la palabra hablada una experiencia visual y pictórica. Es cierto que este recurso tiene larga data en la poesía y quizá uno de los casos más representativos sea el de Rimbaud y su poema a las vocales en el que no solo establece correspondencias entre cada una de ellas y un color sino que también les atribuye olores, sensaciones y formas. Sin embargo, mientras que en el caso de Rimbaud el efecto sinestésico queda sostenido en el lenguaje escrito, lo que tenemos en las audiopinturas de Eielson es un repliegue a la naturaleza oral de la poesía en el que la voz (y no olvidemos el carácter repetitivo y casi ritual de la pieza) vuelve a ser un vehículo de comunicación con lo divino.

Cuando terminó Luis ya casi habíamos alcanzado las tres horas, pero los ponentes aún se mostraban frescos y ansiosos por la ronda de preguntas. De hecho, habría que decir que todo lo que vino a continuación resultó mucho más ligero en la medida en que los expositores (traicionados por el amor hacia su autor) empezaron toda una serie de remembranzas biográficas al rededor de la figura de Eielson: que su homosexualidad, que era adoptado, que quiso volver al Perú pero alquiló una casa y lo estafaron, que siempre fue un gran nadador, que le gustaba improvisar al piano, etc. Ya luego habría de retomarse el tema del carácter político de la obra de Eielson (autor habitualmente vinculado a un mero esteticismo) y se profundizaría en las relaciones entre lo subterráneo y la tierra (o, más precisamente, la naturaleza) en oposición al espacio público y sus dinámicas de control y disciplinamiento por parte del Estado.

 

Sin embargo, dadas las particularidades políticas del país, esto último me dejó con muchas dudas que han terminado por hacerme pensar en una lectura del asunto que acaso podría complementar lo sostenido por Rodrigo. La Constitución Política del Perú señala, precisamente, que el subsuelo es de propiedad estatal. Esto quiere decir que si bien uno puede ser dueño del suelo, no lo es de todo aquello que pueda encontrarse debajo (y acá no habría que referirse solo al pasado arqueológico, sino especialmente a los minerales e hidrocarburos). Esta ley especial, fuente de gran parte de los conflictos sociales del Perú, responde a una suerte de colonización de lo subterráneo por parte del Estado. De ahí que podríamos pensar que en el caso de la escultura horripilante no tenemos únicamente una ocupación simbólica de lo que subyace y se opone al centro de poder y administración pública, sino que hay que tener en cuenta que si bien Eielson sale de los espacios habituales del sistema del arte, no logra escapar de los del dominio del poder estatal, aunque, ciertamente, para colocarse en una posición estratégica (no olvidemos que las revoluciones siempre han de gestarse desde abajo). De esta forma, aquella bio-maquinaria poética – que “explotará, con espantoso resultado, el mismo día que termine de recitar todos los poemas grabados en la cinta magnética” –, pareciera responder al gesto revolucionario de la apropiación de los bajos fondos de la cultura para colocar una bomba de tiempo subterránea, sabiendo que no hay forma de que esta estalle sin que tiemble, o en el mejor de los casos se destruya, toda la miserable superficie.

 

 

[1] Esta relación me hace pensar en el poema 1 de Mutatis mutandis: Existirá una máquina purísima / copia perfecta de sí misma / y tendrá mil ojos verdes / y mil labios escarlata / no servirá para nada / pero tendrá tu nombre / oh eternidad.

[2] Eielson acerca de los paisajes infinitos: “En el verano de 1960, una luxación del tobillo derecho me obligó a completo reposo durante treinta días que, con el correspondiente proceso reeducativo, se convirtieron en sesenta.  Durante esa inmóvil espera comencé a vislumbrar una remota historia de pescadores en los desolados desiertos de la costa peruana, de la que siempre fui tenaz enamorado.  En un primer momento, el asunto contaba poco.  Lo que más me urgía – o así me parecía – era la representación del paisaje por la palabra*.  Pero sin caer en la simple descripción, ni en el puro lirismo.   /   * Sólo más tarde comprendí que los materiales que yo necesitaba para ese añorado texto no eran las palabras.  Es decir, no eran los personajes (aunque ellos deberían regresar más tarde, reducidos a simples vestidos), ni los sentimientos ni las circunstancias que los movían, sino simplemente los colores, el espacio, las texturas.  Pero, sobre todo, el espacio, puesto que era el espacio – el elemento más sutil del paisaje – el que rodeaba, en un estéril abrazo, la ciudad en que nací.  Paraíso e infierno, pero única grandeza permitida a los limeños, era también su dimensión más secreta, era el silencio de las dunas al atardecer, eran los juegos de la sombra y de la luz sobre el territorio amado.  Era la arena del desierto.  Era el desierto a secas.  O, en su defecto, un pedazo del mismo.  Un fragmento de territorio.  Una sucesión de fragmentos.  Una infinita cadena de fragmentos de mi memoria, convertida en “materia pictórica”, que conformarían ese paisaje virtual que las palabras nunca podrían devolverme. Y poco importaba que tales fragmentos fueran bellos o no, que cada uno de ellos respetara ciertas normas de equilibrio y armonía, por lo demás no siempre presentes en la naturaleza. No. Lo que me importaba era su verdad, y esta no podía estar encerrada en un solo fregmento. (…) Por todas estas razones decidí rescatar, con la sola ayuda de mi memoria, toda la extensión costeña, fragmento por fragmento, y ello a lo largo de toda mi existencia, no importa cuál fuera el desarrollo paralelo de mis demás actividades.  A esta virtual epopeya – que culminará tan sólo con mi propia desaparición – la he denominado el “paisaje infinito de la costa del Perú”“

[3] “Roma, verde; Paris, rojo, Eningen, Azul; Nueva York, amarillo; y Lima, previsiblemente gris.”