Sobre “Un lugar para ningún objeto” de Rodrigo Vera

Por Mijail Mitrovic*

Un lugar para ningún objeto (Meier Ramírez, 2017) es un esfuerzo por atravesar las categorías que se han solidificado durante las últimas décadas en el campo del arte contemporáneo. El caso de las Esculturas Subterráneas (en adelante, ES) de J.E. Eielson es, antes que un objeto, una materia de investigación que Rodrigo Vera muestra como el resultado de la trayectoria vital y activa del artista, de su trabajo y sus tensiones frente a la dinámica institucional –no solo mercantil, sino también académica y museística–. El trabajo que lleva a Eielson hacia las ES empieza muy temprano en su carrera, cuando el rótulo de poeta todavía no levantaba sospechas ni exigía revisión alguna, y que tiene en la “forma-instrucción” sus primeras formulaciones hacia una poética que tematiza sus propias condiciones materiales, y que al mismo tiempo desplaza su sentido más allá del espacio privado del lector individual. Según Vera, es con Papel (1960) –diecinueve fotografías de papeles plegados, rayados, quemados, higiénicos, marcados con huellas humanas, etc.– donde Eielson encuentra una ruta que abre materialmente el espacio del poema hacia la acción física. Pero, al mismo tiempo, Papel fue un ejercicio –para no hablar de “obra”, a tono con el libro– donde Eielson encontró un lugar desde el cual orquestar la producción material a través de la colaboración con otros individuos.

 

Una poética desplazada hacia la acción; una acción realizada por el trabajo de más de un individuo, donde el artista reivindicará el trabajo intelectual contra la fetichización del trabajo manual, sin desatender la necesaria materialidad que permita dar cuenta del proyecto. Como afirma Vera, aquí se establecen al menos dos elementos clave para pensar el desencaje de Eielson respecto del modernismo –al menos en su variante formalista defendida por Greenberg– y de ciertas bases metafísicas del arte burgués (genio individual, expresión, etc.). Sin embargo, las ES no solo pondrán en juego los desplazamientos antes señalados, sino una proyección hacia un plano potencial –el término es de Vera– que no se resuelve únicamente en el horizonte del objeto artístico bajo sus formas ya identificables, sino en el espacio concreto del papel. Se trata de proyectos que señalan acciones no realizables –y no solo irrealizadas, como tensará Vera frente a trabajos de Teresa Burga o Emilio Rodríguez Larraín– que superan la imposibilidad material (financiera, técnica o burocrática) al atrincherarse en un lugar donde ningún objeto podría realizar plenamente sus potencias. De ahí el título del libro, pero (aquí viene el suplemento) esos proyectos abren un espacio de suspenso donde al sujeto le sea posible indagar en “la tierra y su subsuelo, precisamente lo que respira y permanece debajo de nosotros: lo invisible no por fugaz, sino por puramente potencial, por no nacido” (276).

 

Como bien indica José Ignacio Padilla en el prólogo, Vera no es formalista sino materialista, pues lo que busca es “historizar la forma” (13), es decir, trazar las coordenadas específicas que permitan no tanto construirle un lugar a las ES dentro de la historia, como usualmente opera la historia del arte, sino reconocer aquel que ellas mismas proponen como su único lugar posible. Y desde allí trazar las afinidades, convivencias y repulsiones que tales proyectos entablaron con otras apuestas artísticas. El materialismo de Vera explica también el modo de proceder frente a las ES: intenta extraer de ellas las categorías que las tornen inteligibles, en vez de buscarlas fuera de ellas. Una apuesta inmanente que solo al final, en la última interpretación, salta hacia una figura concluyente de lo subterráneo, que, sin embargo, merecerá nuevas discusiones.

 

Las ES no responden a la lógica del documento que indica una acción ya acaecida, sino un desdoblamiento reprimido (275) –compensación de una utopía frustrada– que no tiene otra espacialidad que la del papel mismo, pero que se desliza fuera de sus límites y apunta hacia lo subterráneo. Resulta tentador decirlo con las categorías representacionales de Fredric Jameson: las Esculturas Subterráneas hacen aparecer, permiten figurar –vuelvo a Vera–, esa “masa posible repleta de nada” (279) que es lo subterráneo, cuya invisibilidad y sinsentido amenaza todo lo que se erige sobre ella. Eso subterráneo que a Eielson interesó tanto, a veces como una muy idealista vía de escape del presente del país –tal como apareció el pasado prehispánico a varios de su generación–; otras veces en un registro más bien utópico, como una “completa comunión” planetaria (179), como respuesta crítica a la llamada sociedad de consumo –que a veces funciona menos como una categoría analítica que como una abstracción para hablar genéricamente de la decadencia humana–; otras veces incluso como una fuerza vital que redirige las potencias destructivas del capitalismo –como en su Escultura luminosa, proyectada para París precisamente en mayo del 68–. No en vano Vera plantea el no-objetualismo (al menos su versión de tal categoría, sobre la que volveré en un momento) como “una suerte de realismo utópico (distante del mimético ilusionista), cuyo ángulo crítico descansa en concebir la práctica artística en el terreno de la potencia y la proyectualidad antes que del acto y la consumación objetual” (44).

 

Ahora bien, quisiera anotar dos cosas. El énfasis en la potencia y la proyección complican otra lectura posible, una que revele el presente histórico en que fueron pensadas/producidas/proyectadas, que busque dar cuenta de la totalidad social que operó como el telón de fondo que las obras vinieron a simbolizar e intentar exceder. No es difícil mostrar que bajo el tropo vanguardista de la simultaneidad –tan presente en Eielson– siempre asoma una cierta conciencia no solo sobre el mercado, que parecía aborrecer un tanto al artista, sino sobre el capitalismo, aquello que en las ES no solo aparece en aquella enterrada en Times Square, sino en las determinaciones tecnológicas de todo el conjunto. Pero sobre todo en la conciencia sobre la globalidad del mundo y la posibilidad de convocar la historicidad de la humanidad entera como insumo para la praxis artística. Esa conciencia solo es posible, como señalara Marx, una vez consumado el mercado mundial, y Eielson parece participar con entusiasmo de esa forma de mirar la historia. Tal vez sea necesario poner en práctica la crítica de la economía política del arte –los procesos de producción, circulación y consumo que tanto aparecen en el libro, aunque hace falta desplegarlos, no solo postularlos– con su correlato metodológico, a saber, la crítica de la ideología. Pese a que las condiciones para ejercerla están del todo planteadas en el libro, no se presenta realmente una discusión sobre cómo esa trayectoria singularísima de Eielson, inclusive rara en nuestro medio, formó parte de un momento histórico cuyos límites han sido largamente excedidos por el capitalismo contemporáneo.

 

Un segundo punto tiene que ver con la categoría de no-objetualismo planteada por Vera, que entiendo como una articulación ad hoc para las ES –una que resalta el plano de potencia y su proyectualidad–, pero que por momentos se presenta en el texto como la definición del no-objetualismo en general. A mi entender, dicha categoría significó en su momento –en Acha, pero sobre todo en Lauer– un intento por atravesar las formas fenoménicas del arte, cosificadas y naturalizadas, para trabajar a partir de sus determinaciones sociales concretas. Sin duda Vera es consciente de esto, pero en varios pasajes parece operar una reducción de las determinaciones institucionales del arte a su base lingüística, como si el soporte material –categoría articulada por Lauer para dar cuenta de todas las formas de existencia social que se condensan en el objeto plástico– fuese tan solo la huella de la institución del lenguaje. Esa reducción es parte integral del proyecto crítico de la revista October (Buchloh, Krauss, Foster, etc.) y sin duda forma parte de un entendimiento posmoderno del capitalismo y de las operaciones del poder asociadas a éste. El énfasis en el lenguaje como cifra de la economía política aparece en el libro de Vera en las múltiples alusiones al capitalismo “semiótico-cognitivo”, también estructurante de la reciente apuesta interpretativa de Padilla, cuya presunción de inmaterialidad elude buscar evidencias más concretas del papel del mercado en la trayectoria artística de Eielson: ¿quiénes detentan los derechos de propiedad y reproducción de sus trabajos? ¿cuándo y cómo sus obras pasaron a formar parte de colecciones privadas? ¿a qué precios se realizaron las transacciones de sus obras? No se trata de datos menores, sino de elementos fundamentales para una crítica histórica y materialista de la operatividad del arte bajo el capitalismo.

*Texto leído durante la presentación del libro en el MALI, el 29 de noviembre de 2017.