Por Santiago Vera
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Mientras leía Tequilaprayers de Julia Wong he recordado aquello que Rilke decía de la poesía de Jacobsen: “su poesía parece una tela de araña: no se sabe dónde termina la trama verbal y donde comienza el espacio”. Ciertamente este poemario está muy lejos de las aventuras experimentales de un Mallarme, por ejemplo, o de los concretistas, en donde la factura espacial de la palabra organiza el sentido del poema. No se trata de un poemario en que la dimensión significante del lenguaje (el lenguaje como materia) cobre un rol protagónico. Y sin embargo si dicha frase resuena también en este libro es porque el conjunto de poemas que lo componen dibujan, a su manera, una suerte de mapa marcado por referencias espaciales que van desde países, ciudades, puertos, islas, hasta océanos y continentes, en donde los contornos entre lo geográfico y lo lingüístico se difuminan y las hebras que los entretejen se confunden.
Una primera pregunta que surge de esto apunta a la función que cumplen estas coordenadas espaciales en la trama que el poemario dibuja. Distingo dos niveles. El primero es el más elemental: el espacio funciona como referencia externa para escenificar eventos, personajes entrañables, nostalgias de tiempos pasados o ancestrales. La sensación aquí es que nos encontramos en una suerte de “road movie” (33) cuyo trayecto invita al lector a viajar con el mismo ritmo vertiginoso con que las imágenes y evocaciones de la autora se transponen una tras otras en un vórtice de delirio. El segundo sentido es más bien interno: más que hablarse sobre espacios, el espacio mismo es el lugar en que el fenómeno poético como tal acontece. Las referencias a territorios operan, digamos, hacia adentro y vertebran una serie de tropos que dinamizan el verso inyectándole una cierta factura orgánica: “hago un viaje en góndola a la india con mis dientes” (19); “los ríos de Michoacan caen de la cabellera de la hija de la fuerte” (38); “tiene cara de mendigo iluminado por el skyline de Hong Kong”(47). En la convivencia y tensión entre estas dos escalas asoma uno de los rasgos transversal a todo el libro: el yo poético se prolonga y repliega de manera alterna entre lo domestico y lo cosmopolita, entre lo micro y lo macro, entre una geografía de lo orgánico (el cuerpo) y una geografía de lo territorial. Todo sucede como si los kilómetros de los caminos recorridos “se hubieran enrollado como una soga pequeña” (35) y en el camino por recorrer no nos quedase sino aprender a “pronunciar el nuevo idioma de los pájaros” (87)
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Es posible advertir una lógica interna detrás de la red de territorios que puebla este cuadro en apariencia caótico: por un lado, como eje, México, el país fronterizo por excelencia, culturalmente a medio camino entre Latinoamérica y Estados Unidos y cuyos límites políticos con el país del Norte son un constante terreno en disputa. Este carácter liminar de México como región lo habilita como una metáfora feliz, no solo de lo que poco a poco va emergiendo como una subjetividad compuesta de fragmentos heterogéneos, la de la autora y el desarraigo que la habita, sino además de la poesía misma como esa especie de hija bastarda del lenguaje, nómada que pulula entre las comisuras del signo. De ahí además ese hibrido idiomático que titula el libro y una serie de pasajes como aquel en el que Peter fue en algún pasado Pedro (19). Orbitando alrededor el Oriente Asiático (China, Japón, Hong Kong, Corea) de carga principalmente afectiva y vinculada con las raíces de ascendencia familiar de la autora, un pasado biográfico. Salpicados un poco por doquier referencias al Perú que oscilan entre paisajes urbanos y andinos. Y como una especie de subtexto que respira tras la superficie de este gran mosaico la imponente figura de Grecia.
Es interesante que Grecia sea una referencia constante en el libro, no solo como región sino como cultura: dioses, héroes, templos e hitos históricos diversos se dan cita repetidas veces. Sabemos que la cultura griega no solo representa la cuna de nuestra civilización occidental, sino además aquella escuela del pensamiento de la que, gracias a su filosofía, heredamos el hábito del concepto, aquello que ya Novalis caracterizaba como la nostalgia de una unidad perdida. Y quizá esto arroje otra de las claves del libro: a pesar de la apariencia de celebración de la multiplicidad y la mera deriva sin rumbo, la inquietud que anima el deslizamiento del yo poético parece ser más bien la del retorno al embrión original, una ansiedad de absoluto. Más, pues, que vocación por los trayectos se trataría de una necesidad de destino, cada viaje se revela como una secreta peregrinación y cada desplazamiento de lugar a lugar adopta la forma de una plegaria (prayer) que desesperadamente invoca a un Dios ausente.
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¿Pero qué es pues este Dios ausente, esta Unidad que ningún desplazamiento en el espacio vislumbra? El poema La cabaña del Tío Tom ofrece algunas pistas: “un rombo pone su diamante chueco en una raíz insípida y la potencia hacia una nueva arquitectura de Dios” (55). El rombo, una figura geométrica, posa su cuerpo deformado (“diamante chueco”) sobre una raíz, un fundamento, y en dicha operación pareciera hallarse, de pronto, la potencia hacia una nueva arquitectura de Dios. ¿Cómo entender esta nueva arquitectura de Dios? Sabemos que este “nuevo Dios” hace algunas cosas: “sabe leer”, “inyecta de erotismo la mesa vacía” y “lava las sábanas húmedas de semen con agua de rosas” (55). La evocación a hábitos y objetos de connotación doméstica es clara y señala ese trayecto que, como soplando, anima el paisaje geográfico descrito. Se trata de una transfiguración de lo divino bajo la figura de lo doméstico. El ideal de forjar una familia se hace dogma de fe, la madre, las tías, los amantes y, sobre todo, la hija adoptan un cariz sagrado al que la poeta, sin embargo, no puede evitar profanar a cada instante ante la amenaza de que lo doméstico produzca, finalmente, domesticación, control, anclaje, y acabe por ahogar la inquietud aventurera que la define: “ yo tenía miedo de quedarme como el árbol y enraizarme en un lugar”(85); “no se sabe si lo salvaje está a un lado, si dios y el control están del otro” (38).
Entre la urgencia de arraigo y la vocación de trashumante, la tensión que supone esta “nueva arquitectura de Dios”, arrastra consigo una resignificación del cuerpo y de la materia en varios niveles. Es como si la potencia del cuerpo, ahogada, embadurnara su propia superficie y su fisionomía adquiriese la densidad de una preñez agónica. Sartre recordaba que una de los tanto indicios de una sacralidad en crisis aparece bajo la forma de una sensación de viscosidad en las cosas, desde las más cotidianas, como un mantel, hasta las más sublimes, como el cuerpo de un amante. Pues el libro está repleto de imágenes que acentúan esta densidad casi grotesca de lo orgánico: los muebles se hacen extrañamente densos (29), la hija lame, al nacer, su placenta salada (36); el humo azul que ilumina el pene del amante se hace un líquido vertido sobre el vientre de la amada (80); el orín de los grandes pensadores es un fluido sagrado destinado a conjurar la sequedad de una vida solitaria (68) y “una aldaba de fierro viejo” es “antigua como las herraduras que saben que hígado y desierto son una simbiosis hecha de la misma lágrima” (21).
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Hablaba al inicio de dos tipos de escalas que organizan el libro: una escala micro (geografía de lo orgánico), vinculada al cuerpo y una escala macro (geografía del territorio). Y acabo de señalar cómo el fracaso de la búsqueda de lo sagrado, vía la escala del territorio, se retraduce en lo orgánico bajo un nuevo formato de sacralidad: el cuerpo acentúa las hebras viscosas que lo componen. Traigo a colación esto a propósito de una apuesta que el libro asume y que me parece no debe pasarse por alto; me refiero al grupo de imágenes que lo pueblan y que de manera alterna van acompasando la lectura. He hecho el intento de interpretarlas a la luz del esquema descrito. Todas retratan desde distintos niveles de manera gráfica lo que los poemas exponen en clave verbal. Algunas parecen esos microorganismos celulares que captamos a través de un microscopio (lo micro), otras tienen la apariencias de esas fotos satelitales en donde captamos regiones del planeta panorámicamente (lo macro), y otras parecen ambas cosas, como esas imágenes en donde el aspecto granulado de una célula se asemeja a la impresión hormigueante que producen los relieves del planeta a escala espacial. Estas últimas se me hacen de las más interesantes. Se sitúan exactamente en esa frontera en donde la urgencia de arraigo y la inquietud trashumante de la que hablábamos despiden una atmósfera de estrés que Ignacio López Calvo ha sabido capturar con inteligencia. Son imágenes macizas, densas, que descienden a una suerte de grado cero de la materia, allí donde ésta no es sino una instancia preñada de posibilidades y trayectos. No es, sin embargo, de imágenes que está hecho el libro; es de letras que a menudo parecen hallar en tales dibujos el rostro deformado de sí mismas, como distorsionados por la velocidad del trayecto.